23 de septiembre de 2013

En realidad, si nos importa todo eso.

Había peleas continuamente. Las profesoras no parecían enterarse de nada. Y había siempre problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase a la escuela un paraguas o un impermeable era automáticamente marginado. La mayoría de nuestros padres eran demasiado pobres para comprarnos esas cosas, y cuando lo hacían, las escondíamos entre arbustos. Cualquiera que fuera visto con un paraguas o un impermeable era considerado un mariquita. Recibía palizas después de clase. La madre de David le hacía llevar paraguas en cuanto había el menor asomo de nubes.

En el recreo, los de primer grado se reunían en el campo de baseball y elegían los equipos. David y yo nos poníamos juntos. Siempre ocurría lo mismo. A mí me elegían el penúltimo y a David el último, así que siempre jugábamos en diferentes equipos. David era aún peor que yo. Con su bizquera ni siquiera podía ver la bola. Yo necesitaba mucha práctica. Nunca había jugado con los niños de mi barrio. No sabía cómo recoger una bola ni cómo lanzarla. Pero yo quería jugar, me gustaba. A David le daba miedo la bola, a mí no. Yo le daba fuerte al bate, le daba con más fuerza que nadie, pero nunca podía darle a la bola. Siempre fallaba. Una vez conseguí tocarla y que saliera desviada. Eso me supo a gloria. Conseguí llegar a primera base, y el chico de la primera me dijo: «Es la única forma en que puedes llegar hasta aquí.» Yo me quedé quieto mirándole. Mascaba chicle y le salían largos pelos negros de la nariz. Tenía el pelo pringoso de vaselina. No paraba de sonreír.

—¿Qué miras? —me preguntó.

Yo no supe qué decir. No estaba acostumbrado a conversar.

—Los muchachos dicen que estás loco —me dijo—, pero no me asustas. Te estaré esperando algún día después de clase.

Yo seguí mirándole. Tenía una cara horrible. Entonces el pitcher lanzó la bola y yo corrí hacia la segunda base. Corrí como un descosido y me tiré resbalando hasta la base. La bola llegó tarde. No habían podido eliminarme.

—¡Estás fuera! —gritó el chico al que le había tocado arbitrar. Yo me levanté, sin poder creérmelo.

—¡He dicho que ESTÁS FUERA! —gritó el arbitro.

Entonces supe que no me aceptaban. No me aceptaban ni a mí ni a David. Los otros me querían «fuera» porque se suponía que yo estaba «fuera». Sabían que David y yo éramos amigos. Era por culpa de David por lo que a mí no me aceptaban. Mientras salía fuera de la cancha vi a David jugando en tercera base con sus pantalones cortos. Sus calcetines de color azul y amarillo se le habían caído hasta los pies. ¿Por qué me había tenido que elegir a mí? Me había dejado marcado. Aquella tarde después de clase me fui a toda prisa y caminé solo hasta mi casa, sin David. No quería verle otra vez aguantando las palizas de los chicos del colegio o de su madre. No quería escuchar su triste violín. Pero al día siguiente a la hora del almuerzo, cuando se sentó a mi lado, comí de sus patatas fritas.

7. Extracto. La Senda del perdedor. Charles Bukowski.

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