30 de enero
Mi querido Castor
He recibido su cartita del 28, me dice usted que es la última. Pero en realidad recibiría aún otras dos si me las hubiese escrito, pues incluso calculando que salga el 1.°, la partida es a las 19 y el correo a las 14. De todos modos las tendré, espero, esas dos carotas, ya que las de ayer y anteayer no me han llegado y pienso recibirlas mañana. Y ahora, ¿salgo el 1.°, el 2 o el 3? No lo sé. No más tarde del 3, ciertamente. Pero la administración militar se empeña en estropear de antemano los flacos placeres que concede, dejando planear la duda sobre ellos hasta el último minuto. Por tanto, mi pequeña flor, manténgase un poco flotante, un poco imprecisa como yo, no demasiado ansiosa. Lo esencial es que antes de cinco o seis días estaré junto a usted, que rodearé con mis brazos su querida y flaca personita y que ambos, seremos formidablemente felices. La quiero tanto. Me ha escrito usted una muy dulce cartita, amor mío, y me emociona hondamente pensar que con mi llegada recobrará usted «las cosas que cuentan». Es tan placentero poder disfrutar como lo hacemos nosotros sin el menor temor a decepción alguna que provenga de nosotros mismos. Oh, mi pequeño parangón.
¿Qué decirle de aquí? Nevaba, aprovechamos para no sondear un cielo oscurecido, trabajé aplicadamente en mi cuaderno por la mañana, en mi novela por la tarde. He acabado un capítulo sobre Boris y su encuentro con Daniel, seguramente mañana lo retocaré un poco. Y los días siguientes —si hay días siguientes— retocaré algunas debilidades muy manifiestas en el conjunto de estas setenta y cinco páginas.
Entre tanto, almorcé en el local de Charlotte, donde acabé Vorge contre Quinette. Es entretenido, y además prefiero oír hablar de los surrealistas a Romains que a Drieu. Mirándolo bien, es más inteligente. Habrá observado usted sin duda con cierta irritación que en estas últimas cartas pongo Drieu, igual que la señora Verdurin decía Rimsky. No es afectación de familiaridad de mi parte —aunque toda la NRF diga Drieu—, sino que este apellido es realmente interminable y escribirlo me produce una invencible pereza. Siguiendo sus consejos, esta noche he leído atentamente el comienzo de la novela de Aragón en la NRF, a la que sólo le había echado una ojeada. Y es verdad, está bien escrita, y además, sin haber vivido esa época, tiene uno la impresión de que ha conseguido captar una cierta naturaleza «1889», pero su psicología es muy pobre.
Bueno. Todo esto son noticias muy literarias, mi pobre pequeña, ¿pero qué otra cosa quiere que le diga? Parece que ciertos días uno los mira y entonces ellos nos entregan pequeñas cosas, un aspecto del frío o de la casa o de las relaciones entre las gentes de aquí. Ayer fue un poco así. Y hay otros, como anteayer y hoy, que pasan sin que se los mire. No es que estén más vacíos. Pero verá usted, todos estos días aquí poseen riquezas tan discretas que es preciso entregarse enteramente a ello para descubrirlas. Vamos a mudarnos de aquí, está confirmado. No volveré a este hotelito encantado al término de mi permiso. Nuestros sucesores ya vienen de reconocimiento y «visitan» los locales, con mirada a la vez tímida y crítica, exactamente como las personas que visitan un piso en alquiler. «¡Aja! ¿Y esto qué es? ¿Y cómo lo utilizáis? Y cómo os arregláis para..., etc.»
Esto es todo, mi pequeña. Además me divierte menos escribirle, desde que sé que la veré. Estas cartitas que le envío o que recibo de usted me parecen artimañas para engañar al estómago. Es a usted a quien quiero ver, pequeña mía, y ver su sonrisas; es con mis labios que quiero contarle mis historias y es de sus labios, que quiero oír las suyas. La quiero, tengo una gran necesidad de verla. Qué dice usted a esto: la primera noche iremos a cenar al Ducottet, es un excelente sitio para un reencuentro.
La beso con ternura, mi pequeña flor. En cuanto a mí, escribiré hasta el día de mi partida —o mejor dicho hasta la víspera, y recibirá un telegrama.
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