31 de enero
¡Ah, mi buen Castor, mi pobre Castor!
Voy a causarle una gran decepción. Le digo rápidamente que tan sólo se trata de una semana, a lo sumo diez días, de demora. Pero así estamos, usted me esperaba, esperaba el telegrama, estaba ya lista para ir a esperarme al café que queda en el piso inferior, y ahora tendrá que volver a contar los días. Pequeña mía, mi querida pequeña, cuánto deseo que no se apene demasiado. Además, sé que no será una pena verdadera porque usted sabe que llegaré, sólo que esto da una especie de violenta decepción nerviosa, con lágrimas, me imagino, y además engendra una especie de desconfianza injustificada ante el futuro; y tengo miedo de que ya no se atreva a ponerse contenta y de que toda su alegría de esperar se estropee. Pequeña mía, mi querida pequeña, piense que, por odioso que sea, esto no es más que un retraso, sólo significa unos diez días más de espera, no significa en absoluto que nos quiten el permiso definitivamente. Pero es que se empeñan en estropear los pobres placeres que nos conceden porque estos diez días, que hubiésemos encontrado deliciosos y plenos si los hubieran concedido así, generosamente y sin hacerse rogar, uno acaba por decirse, a fuerza de esperas defraudadas, que no son gran cosa para tantas esperanzas y después tantas decepciones. Pero tampoco se diga eso, querido amor mío. Piense que bien hubiera ido a Nueva York por cuarenta y ocho horas sólo para ver los rascacielos, para introducirlos en su vida. Amor mío, en este caso es igual. En tiempo estos diez días no son nada, pero son algo inmenso porque vamos a tocarnos y a existir el uno para el otro, a mezclar nuestras vidas, después tendremos paciencia para esperar, y también a comunicarnos todo lo que hemos vivido desde que me dejó. La quiero tanto.
En cuanto a contarle lo que pasó: pues bien, no pasó nada, sólo que empezamos a encontrar sospechoso este no saber nada. Entonces Paul fue a ver al capitán Munier, quien la víspera había mandado a un imbécil malintencionado a liquidar la cuestión. Y el capitán Munier, que había prometido en firme que sería el 1.° de febrero (sin lo cual no me hubiese permitido transmitirle esta esperanza) pero que ese día estaba muy ocupado, respondió: «¡Bueno, qué quiere usted! No tiene arreglo. No sé cuándo partirá». «Pero entonces nuestros permisos se cruzarán y eso es lo que usted no quería.» Hizo un gesto de indiferencia: «Bueno, ¿qué quiere?, se cruzarán. De todos modos estaremos en descanso». Y eso fue todo.
¿Cuándo partiré? En el peor de los casos, el 15: los militares con permiso tienen que estar todos de regreso el 1.° de marzo. No me atrevo a decirle que cuente mucho con que sea antes, porque ya soy culpable de haberle alentado falsas esperanzas, pero en fin, no creo que vaya a ser el último en partir. Por consiguiente, espere lánguidamente para el 8 o el 10. Y no se altere demasiado, dulce pequeña mía. Queda la cuestión Zazoulich. ¿Qué decirle? Creo que lo mejor es tomar francamente al toro por los cuernos, decirle que usted no tiene la menor idea de la fecha de mi llegada (mañana escribiré a Tania en este sentido) y que usted no puede tomar la decisión de partir antes de saber exactamente a qué atenerse.
En cuanto a mí, en el momento me sentí un poco maltrecho, y luego, como he decidido ser una roca, en veinte minutos me había recuperado. Sólo me atormenta usted. Y encima ahora estaré dos o tres días sin cartas suyas, sin libros y sin dinero, es un fastidio. Vuelva a escribirme diariamente, mi pequeña flor. Y además, en cuanto reciba esta carta envíeme quinientos francos y también escoja tres libros de la lista y mándemelos con urgencia. Si no tengo tiempo de leerlos antes de mi partida, al menos los necesitaré para leer un poco en el trayecto.
Querido amor mío, mi pequeña flor, la quiero tanto, cuánto deseo verla. Tenga paciencia, a pesar de todo estamos más cerca de vernos que nunca. La beso con todas mis fuerzas. Tendrá ocho cuadernos para leer en vez de siete.
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