24 de febrero
Mi querido Castor
Qué contento estoy de escribirle, es un poco como si estuviese con usted. Cuánto querría tenerla aquí, su manita en la mía y hablarle del singular momento que atravieso. Porque estoy pasando un momento singular. No es tanto la circunstancia exterior, aunque sea bastante extraña dado que mis cosas con T. están particularmente en el aire. Pero no se trata de eso, aunque la idea de perder a T. me acongoja. Lo que pasa es que debido a todo eso me siento profundamente hastiado de mí mismo. Sabe usted que muy rara vez me sucede, e incluso en esos casos hay no obstante una falta de solidaridad hacia mí mismo que hace todavía soportable la situación, pero, en fin, mi pequeño juez, me importa mucho conocer su opinión. Voy a exponerle lo que pienso y, sobre todo, no le pido la absolución sino que reflexione. Y luego me dirá lo que piensa, sopesándolo bien todo, boquita de oro. Será un veredicto. Aquí tiene:
Yo opino como usted y es de lo más irritante que Tania se desvanezca de asco cuando lo que le cuentan ya lo sabía. Ella misma, me parece, ha pasado por demasiadas manos para escandalizarse tanto. Es verdad que sus historias no son obscenas, pero después de todo algunas no son mucho mejores. Luego, como personalidad no está en tela de juicio, pero diría que posee, lo mismo que su hermana, una suerte de facultad para juzgar y sacar a luz la fealdad que se podrá considerar con abstracción de ella. Pues bien, primeramente, si me observo a través de esta sensibilidad, mis relaciones con Martine Bourdin se me aparecen innobles. Ante todo, está más claro que el agua que esta historia no se imponía. Jamás me hice ilusiones sobre el valor de Bourdin y, si me las hubiese hecho, unas horas de conversación habrían bastado para abrirme los ojos a tiempo. Me cegué un poco
voluntariamente. ¿Qué necesidad tenía yo de esta chica? ¿Qué pretendía? ¿Hacer el Don Juan de pueblo? Y si me justifica usted por la sensualidad, digamos que ante todo no la tengo y que un ligero deseo a flor de piel no vale como excusa, y después que mis relaciones sexuales con ella han sido innobles. Aquí a quien estoy acusando no es tanto a mi comportamiento con ella como a mi personaje sexual en general; tengo la impresión de que hasta ahora, en las relaciones físicas con la gente, me he conducido como un niño vicioso. Conozco pocas mujeres a las que en este aspecto no haya puesto incómodas (salvo precisamente a T., es cómico). A usted misma, mi pequeño Castor, pese al respeto que siempre le he profesado, la hice sentir molesta con frecuencia, sobre todo en las primeras épocas, y en más de una ocasión le he parecido obsceno. No un macho cabrío, ciertamente. Eso estoy seguro de no serlo.
Obsceno, simplemente. Pienso que hay en mí, al respecto, algo muy deteriorado, venía sintiéndolo oscuramente de tiempo atrás, lo sabe, pues en nuestras relaciones físicas en París, durante mi permiso, notó que estaba cambiado. Quizá esto haga que las relaciones físicas pierdan cierto vigor, pero creo que ganan en pulcritud. En cualquier caso, con M. Bourdin, a quien no respetaba como a usted, a quien no cuidaba como a T., he sido realmente innoble. No vaya a pensar en bacanales, no hubo nada que no le haya dicho. Pero lo que hoy resucita es esa atmósfera de canallada sádica, y me repugna. De modo que lo que desde ayer siento hondamente es que, cualesquiera sean los errores de T. en este asunto, yo estoy pagando. Y no únicamente por M. Bourdin, sino por toda mi vida sexual pasada. Las cosas tendrán que cambiar. ¿Está usted de acuerdo, qué piensa? Me siento profundamente manchado por esta historia y encuentro que por sí misma no significa absolutamente nada. Además termina de una manera sórdida (un año y medio después de su final real) igual que empezó, con esos relatos complacientemente infames de Bourdin y con la carta que le he escrito, no menos infame.
Así que, primera acusación. Se le añade otra que me fastidia: ¿cómo parezco ser a través de mis cuadernos para haber chocado tanto a las hermanas Z.? ¡Oh!, es verdad, no me hago ilusiones sobre sus juicios. Y sin embargo... Al principio, T. estaba claramente predispuesta a mi favor, y no obstante, sobre la marcha, acabó indignada. ¿Qué piensa usted misma de esto? Es secundario, de todos modos.
Y para terminar, adorable Castor, T. me escribió ayer una carta furiosa donde lo que especialmente la pone fuera de sí es que Bourdin hable de mi «misticismo» con usted. Hoy he escrito: «Bien sabes que pasaría por encima de todo el mundo (aun del Castor, a pesar de mi "misticismo") con tal de estar bien contigo». No ha de repararse en medios para lograr un fin, pero no me sentía orgulloso al escribirlo. Tanto por usted como por T. Conclusión: jamás he sabido llevar limpiamente mi vida sexual ni mi vida sentimental; me siento honda y sinceramente un canalla. Un canalla de escasa envergadura, para colmo, una especie de sádico universitario y de Don Juan funcionario que da asco. Esto tiene que cambiar. Tengo que renunciar a 1.° los asuntitos canallas: Lucile, Bourdin, etc. 2.° las historias que se agrandan a causa de mi ligereza. Si esto mejora conservaré a T. porque me importa. Pero si no mejora, se terminó, mi actividad de viejo verde habrá llegado a su final. Dígame lo que piensa de esto.
Lo cual no me ha impedido, mi dulce pequeña, escribir esta mañana varias páginas de mi novela y esta noche cantidades de páginas de mi cuaderno sobre un tema que me divierte: mi falta de sentido de la propiedad. Sólo que escribo sobre mí con pinzas, por así decirlo. Al leer mis cuadernos precedentes me reprochó usted una cierta complacencia. Le juro que no la tengo.
Nada más, pequeña mía. En apariencia estaba yo en un café escribiendo y leyendo y después en un restaurante leyendo y escribiendo, pero la obra se representaba en mi cabeza. Debo reconocer que es inédito aprender el pudor a los 34 años. Pequeña mía, querida pequeña, sólo con usted soy limpio y no se debe a mí, se debe a usted, pequeño parangón. La quiero tanto, mi dulce pequeña, cuánto quisiera apretar su bracito y cubrir de besos sus viejas mejillitas. No me vaya a creer aplastado, estoy más bien tranquilo. Pero con severidad. Mañana le enviaré una lista de libros para que me los compre cuando tenga dinero. El fondo de todo esto es que pensaba que nada podía ensuciarme, y me doy
cuenta de que no es verdad. No ha habido carta de T. hoy: lo esperaba. Pero tampoco de usted, y yo me quedo de lo más solo en la mierda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario