24 de septiembre de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

21 de febrero
Mi querido Castor

Un honesto desconocido me ha hecho llegar su cartita extraviada. En ella no hay nada que no supiera pero me agradó recibirla, desde el momento en que usted la había escrito —y luego me llegó otra grande que me conmovió mucho, mi dulce pequeña—. No tenga miedo, sí que es con la querida carita de la otra mañana que la recuerdo, mi pequeño Castor. No se borra rápidamente y es tanto lo que me gusta. Me quita un peso de encima, cariño, el que esté pensando con serenidad reanudar su trabajo. Yo me encuentro de excelente humor pero me hace falta trabajo. Este diálogo JacquesMathieu lo haré concienzudamente, pero vaya faena. He pensado en suprimirlo pero no puedo, lamento un poco no haber traído el manuscrito. Al menos dígale a Poupette que lo mecanografíe lo más rápido que pueda. He leído un libro apasionante y que coincide de maravilla con ideas mías: Plutarque a menti. Usted lo leyó, creo, en La Pouèze. Este Pierrefeu fue sumamente inteligente, es como una Crítica de la razón militar y contiene montones de cosas que yo había presentido en mis cuadernos. Acabo de terminarlo y también estoy leyendo Le Siège de Paris, de Duveau, que me llevé de su casa y es muy entretenido. Dígame si lo leyó y se lo enviaré. A los utopistas tipo Drieu e incluso Guille, que ponen la edad de oro en el pasado, Les enseña entre otras cosas que en el 70 al menos era igual que ahora. Cuando lo lea entenderá mejor lo que quiero decir. 

Estoy pues cautivo en este gran caférestaurante. Por la mañana acecho desde las ventanas de mi habitación el momento en que sus persianas se abren. Después cruzo la calle y entro. Aún está muy frío y desierto, hay una gran estufa de hierro colado que acaban de encender. Me pongo delante de la estufa, de pie, mientras una criada barre el largo salón rectangular. Se trata de un café de hotel, además, y eso se percibe por nimiedades —manteles multicolores sobre las mesas, por ejemplo, y por algo siniestro y oreado—. Leo a Goethe o a Schiller para ponerme en marcha, en alemán, siempre de pie, y tengo la impresión subcutánea de hallarme en el siglo XVII, en un despojado caserón jesuítico, mientras que en Morsbronn y Brumath era la Edad Media. Un sol racional sobre el deshielo, afuera, contribuye a persuadirme. Llega la  patrona —su marido está en el ejército, ella regenta el hotel con sus suegros—, después su crío, que tiene seis años y me da conversación. Desayuno: un vaso de café, tres panecillos como los de Brumath, y mantequilla. Después leo y trabajo.

Anoche y esta mañana he vuelto a la novela. Unos pocos militares. Luego llega Pieter y habla mientras desayuna. Me ha contado unas deliciosas historias del tiempo en que se dedicaba, como dice, a «la caza» de chicas. Se las contaré mañana porque preveo que habiendo agotado la descripción tipo de mis jornadas no tendré nada más que decirle. Lectura. Si quiere saberlo, estoy en una gran mesa del fondo cerca de la ventana y a dos pasos de la estufa. La ocupo todos los días. A mi alrededor hay multitudes de libros y de papeles, parece una oficina. Hacia mediodía nos vamos al restaurante. Es un restaurante «mixto» de civiles y militares. Efecto muy curioso porque, del lado civil, es tipo pensionistas. Están ahí en todas las comidas; están el caballero y la dama de cierta edad, vestidos de oscuro, decentes. También la misteriosa pareja formada por una muchacha atrozmente fea y un joven giboso, cojo, elegantemente vestido, no feo, de cara triste, que no se dirigen la palabra, entran y salen cada uno por una puerta y sin embargo almuerzan escrupulosamente todos los días en la misma mesita, con expresión de antiguo odio. Y también familias de paso, ruidosas y alegres como en tiempos de paz. Y, mezclados con esto, militares, no muchos, de continente adusto, semejantes a los que usted habrá visto en noviembre.

No es tan chocante como parecería, más bien se neutraliza. A la una y media echan a los militares, los civiles se dedican a sus ocupaciones y yo me quedo gracias a uno de esos extraños favores que desde que soy soldado he obtenido en todos los sitios por los que he pasado. Es algo que siempre me sorprende, porque a fin de cuentas Dios es testigo de que no tengo nada del tipo que consigue favores. Sin embargo, ahí están las pruebas. Permanezco sumido la tarde entera en esa curiosa atmósfera que usted conoce bien por haber visto más de una vez, a través de una ventana, un restaurantepensión de familia en Rúan, después del almuerzo, ya dispuesto para la cena. Tras un gran ventanal, veo pasar los soldados por la calle. Aquí escribo mis cartas por lo general o leo. A las cinco se pone el sol y automáticamente los militares tienen derecho a ir al café. Me traslado, pues, al café, que está lleno de soldados, bebo un café leyendo a Goethe y después trabajo en mi cuaderno en medio de la algazara, interrumpiéndome para mirar a los jugadores de billar, unas veces civiles, otras militares. A las siete como dos panecillos (no sé qué extraño pudor me hace escribir: dos. En realidad como tres). Y leo Le Siège de París. Después escribo un poco y, por último, a las 9, vuelvo al local de los secretarios, donde trabajo solitario y después me acuesto. Ya no es monacal como en Morsbronn, es menos intenso y menos poético — no es nada de nada o, si se quiere, se emparentaría con la vida del funcionario. Pero desde ayer ya está, todo esto ha adquirido una especie de cualidad íntima que me hace sentir que es «mío».

Una excelente noticia: la segunda serie de permisos comienza hoy. Cuento en firme con estar allí alrededor del 1.° de mayo y quizá un poco antes, a fines de abril. Esta vez ya no son sueños, floridos: la lista no fue modificada y había empezado el 20 de noviembre. Yo me marché el 3 de febrero. Por lo tanto, como se empieza el 22 de febrero, debo partir el 5 de mayo. Pero además los turnos van por servicio y Mistler y Keller, que estaban antes que yo, ya no forman parte del A.D. Lo cual me pone entonces poco más o menos en el 25 de abril. De veras que esta vez no resultará tan largo. Más cuando se sigue hablando de ir de descanso.

He recibido una carta de T. de lo más apasionada. «Te quiero como a una presencia, con entusiasmo... estoy toda penetrada de ti.» Por otra parte confiesa no haber escrito los días precedentes, «no te quería lo suficiente para eso». Encuentro extraña su manera de ser, pero en suma comprensible (lo que no significa: aceptable). 

A usted y a mí la partida nos lleva los sentimientos al paroxismo. Pero ellas se sumen en el sueño y en la sequedad tres o cuatro días para evitar el fugaz instante en que pudiera resultarles penoso. En fin, de todos modos le importo como es debido. Esto es lo que se llama una carta, ¿verdad? Ah, mi dulce pequeña, cuánto la quiero, cómo me gustaría tenerla en mis brazos. La quiero con toda el alma.

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