22 de septiembre de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

18 de febrero
7 Personaje de La Invitada.
Mi querido Castor

Hace un rato recibí por fin su larga carta. Qué contento me puse, mi dulce pequeña, al ver que mi partida no la alteró demasiado. La vi marcharse tan despacio, con una soltura mecánica tan singular, que temí una emoción excesiva. Amor mío, estoy tan contento de ser para usted fuente de dicha y nunca, ni siquiera ahora, fuente de tristeza. Sí, cariño mío, me gustaría muchísimo besar sus viejas mejillas de camino trillado, que son lo que más me gusta en el mundo. La quiero. Verá usted, en todos estos días, por más que me dé tono con la autenticidad, montones de veces me flaquea vergonzosamente el ánimo por estar lejos de usted. No obstante soy un ex permisionario decoroso. Los otros, Hang y el ayudante, por ejemplo, están rendidos. Hang se ha vuelto derrotista. Y, en general, en el tren y en los campamentos he visto que los tipos que vuelven del permiso están terriblemente afectados, lo que justifica en cierto modo el atolondramiento de mi madre: «Dicen que no deberían darles permiso porque vuelven con la moral más baja». Entonces bien puedo permitirme unas mínimas muestras de fastidio. De todas maneras, ya está, mire, me he hecho mi agujero. Además, sobre todo un agujero intelectual. Tengo tela que cortar y me regocija: estoy avizorando una teoría del tiempo. Esta noche comencé a escribirla. Gracias a usted, ¿sabe? Gracias a esta obsesión de Françoise: la de que en la habitación de Xavière, cuando está Pierre, hay un objeto que existe él solo sin ninguna conciencia que lo vea. No sé bien si tendré paciencia de esperar a que alguien le lleve mis cuadernos para hacérsela conocer. A propósito, amor mío, no ha tenido usted tiempo de decirme lo que pensaba de mi teoría del contacto y de la ausencia. Dígamelo.

En cuanto a la jornada de hoy, aquí la tiene: ante todo, era domingo. Aquí, comienza a sentirse otra vez. Toda la mañana he estado trabajando y leyendo en el Hotel du Soleil; hacía más bien frío, dado que la sirvienta no conseguía encender la estufa. Estoy entusiasmado con la guerra de 1870. Usted me ha dado un libro de Duveau sobre el asunto (sé de él por Maheu, es un tristón, lleva un diario íntimo pero su libro es inteligente), aquí he encontrado un libro de Chuquet sobre la guerra y además tengo el Bismarck de Ludwig, es una buena documentación y muy interesante. A mediodía vinieron los cazadores amigos de Pieter y almorzamos juntos. Esta vez por milagro estuvieron interesantes, pero creo prudente reservar para el cuaderno lo que me dijeron. Unos cazadores que no conocía se mezclaron en la conversación y también estuvieron interesantes. Después fui a buscar el correo: una larga carta suya, una de Tania. La suya me trastornó todo, amor mío, pero la de T. me irritó. No sé por qué, me parecía menos agradable que las otras dos y sobre todo sospecho que la escribió al otro día y le puso la fecha de la víspera. Después de todo no es tan importante, pero esa especie de confianza que por pura estupidez le estaba prestando se fue repentinamente al trasto.

Para calmar mi berrinche salí a dar una vuelta y vi un espectáculo delicioso: soldados, muchachas y chiquillos bajando en trineo una calle empinada entre dos filas de espectadoressoldados
que les arrojaban bolas de nieve. Tras lo cual regresé, animoso y sereno, y trabajé sobre el tiempo hasta la cena en el café que, no habiendo nada mejor, me sirve de querencia. A propósito, no me queda ni un céntimo. Si no es mucha molestia para usted, envíeme cien francos, pequeña mía. Y no se olvide del paquete.

Esto es todo por hoy. En este momento estoy solo y animoso. Le escribo. La quiero tanto, tanto. Sí, amor mío, fue una velada muy rica la del pequeño O.K., volveremos, he pasado un permiso estupendo. (Pero no «precioso», me quejo discretamente de ello en mis cuadernos.) Aquí tiene una pequeña anécdota edificante: la mujer del soldado C., conocido mío, vino a verlo con los papeles en regla. Tiene auténticos primos en este sitio. Al bajar en una gran ciudad cercana, pidió a un tipo que le buscara un taxi. El tipo era de la Policía Militar y la hizo detener. La estuvieron interrogando tres horas. Al cabo de las cuales confesó y los otros tuvieron la exquisita gentileza de autorizarla a ver a su marido durante 24 horas (se había marchado para ocho días, trayéndose al gato porque no tenía a nadie que se ocupara de él). En otros casos han sido menos amables y castigaron al soldado a quien venían a visitar. Pero es que aún estamos muy cerca de las líneas. Si estuviésemos en la retaguardia, estas mujeres vendrían cuando se les antojara.

Querido amor mío, mi pequeño Castor, la quiero con todas mis fuerzas.

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