17 de febrero
Mi querido Castor
Hoy no ha habido cartas. Yo me había dicho juiciosamente que no las habría, que las cartas del 15 no podían llegar el 17, salvo si se las había echado al correo antes de las 14.30, lo que a usted le resultaba imposible. Así que no me decepcioné tanto, sólo que hasta que no reciba cartas no tendré la sensación de haber reanudado mi vida aquí. De momento estoy un poco desorientado, no me he hecho mi agujero. Todo es hueco pero qué extraña impresión, uno siente que las cosas huecas se van llenando lentamente ante sus ojos. Esta tarde, por ejemplo, sentí que el perfil de Naudin inclinado sobre su papel de cartas recobraba una especie de valor en mi vida, lo recobraba en medio de esta luz nueva y de esta habitación nueva. Es mi vida aquí lo que comienza a tomar forma. Van surgiendo pequeñas impresiones, distancias, que se van haciendo familiares (la del Hotel du Soleil, que Pieter llama nuestro P.C., al A.D.). Pero en conjunto esto no es demasiado simpático, le falta una querencia; qué simpática era nuestra pequeña y estrecha querencia de Morsbronn, en la que vivíamos los cuatro y que «apestaba», si hemos de creer a los secretarios, más que abundantemente. El pueblo no es antipático y disfrutamos de una paz fenomenal, estamos como reyes. Pero, ¿a dónde ir? Somos diez en un cuarto pequeñísimo,
Courcy da sentenciosos paseos de un lado a otro haciendo crujir pensativamente los talones y exclamando a veces: «¿Qué queréis que hiciese?» (corrupción de: «¿Qué queríais que hiciera la criada?». Yo lo había dejado en Morsbronn en, la fase Boniface, de tal suerte que corrupción y contracción permiten medir el paso del tiempo). El ayudante cuenta por décima vez sus historias, ahora quiere «cortarle los bigotes al padrecito Stalin» y sueña que nos envían en cuerpo expedicionario a Finlandia. Allí espicharía en seco, de todos modos, pues es friolero como una vieja. Para tranquilizarla me permito decirle, como delicadamente le repliqué a él, que no nos enviarían en cuerpo expedicionario a Finlandia a menos que previamente cumplimentaran la ligera e insignificante formalidad de declararle la guerra a Rusia.
Los otros no dicen gran cosa pero viven, y esto produce ruido. Por la mañana permanezco en un gran café triste donde me toleran aunque esté cerrado a la tropa. A mediodía voy a almorzar al restaurante contiguo. Bien. Por once francos. Me echan a la una y media. Entonces me resigno a ir a casa de los secretarios. Están instalados en la planta baja de una casita acomodada, confortable y desprovista de misterio que no tiene el encanto ruinoso de nuestro Hotel Bellevue. Esta casa, situada al borde de la «Calle Mayor», está alineada con otras siete todas iguales, pintadas de un gris azulado y fuertemente alemanas. El conjunto pertenecía en otro tiempo a un príncipe. Ahora están «burguesamente» habitadas y una de estas familias burguesas nos ha cedido la planta baja. Se la oye vivir encima de nuestras cabezas. Así que de 2 a 5 permanezco ahí, leo un poco —hoy he trabajado en mi cuaderno, donde hablé de sus «situaciones irrealizables»— usted sabe, lo que siente Elisabeth7 todo a su alrededor y he clasificado mi permiso entre estas situaciones. También he contado mi regreso (lo que le escribía ayer). A las cinco vuelvo al café, que está lleno de militares pero de militares que zumban entre ellos, que no me dedican sus ruidos a mí (en el A.D. lo terrible es que cada cual destina expresamente sus ruidos a todos los demás, son ruidos penetrantes. Los del café son ruidos espumosos) y puedo escribir mis cartas. Finalmente —igual que en noviembre— me ofrecí como voluntario para cuidar el A.D. por la noche, porque allí estoy solo. Y eso es todo. Añádale que esta mañana pasé la visita médica, como ha de hacerlo todo soldado al volver de su permiso, y que esta tarde llevé madera a serrar a la carpintería. De manera que no he podido hacer gran cosa. Quizá desde mañana vuelva a mi opúsculo, trabajaré el capítulo JacquesMathieu para no perder tiempo. No estoy triste, pequeña mía, pero necesito las cartas. Quisiera que de nuevo encerrase usted su personita en las cartas, como un genio en una botella; ahora está libre y vagabunda, y de tan lejos que está más de una vez me flaquea el ánimo. Es tanto lo que la quiero, pequeña mía, tanto, tanto, y como aquí no tengo absolutamente nada que hacer, ni el más pequeño sondeo, encuentro absurdo estar tan lejos de usted. La quiero con todas mis fuerzas.
Parece que Emma, sin saber muy bien lo que será de ella, de todas maneras, se está ocupando de preparar por si acaso su visita. Me ha escrito esta mañana. Amor mío, no se olvide de pedir a la dama una notita de recomendación para Tania dirigida a Tournay.
La embajada del Japón (servicio de propaganda) me anuncia que mi «volumen de cuentos El muro» ha sido traducido al japonés. Pero debe ser un error: sólo se trata del cuento de ese nombre. Jacques Chardonne me envía su último libro: Chronique privée, donde escribe: «Me atrevería a decir que Les plus beaux de nos jours de Marcel Arland, Noel Moláis de Henri Fauconnier, Milady de Paul Morand, La Chambre de J.P. Sartre... poseen en común la misteriosa e inalterable calidad de aquellas novelas de antaño que seguimos leyendo». Se me alzó un poco el copete. Me alegra que todo esto continúe latente a pesar de la guerra.
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