5 de julio de 2013

Sobre el maldito genio de Jerry y de cómo los barbitúricos entraron en nuestra vida.

Jerry era tan bizarro como nosotros, la diferencia radicaba en algo fundamental que consistía en apariencias. Jerry guardaba la compostura y su sentido común e intuición hacían que jamás lo pillaran rompiendo las reglas. Con ese par degusté  mis primeras borracheras tránsfugas dentro del internado, conocí la heroína, los porros y las demás hierbas con las que nos drogábamos durante las noches y que Samuel conseguía de antiguos contactos antes de internarse; ellos se los enviaban mensualmente mientras que él les hacía entrega del dinero en una cuenta de ahorros después de recibir el paquete. Todo era cosa de confianza. Después de un tiempo, gracias a mi conocimiento del lugar, Samuel era capaz de fugarse durante algunas horas y volver cargado de mierda para fumar. No éramos adictos en ese entonces, tal vez Samuel lo era, pero recuerdo nuestros tiempos de crisis, en los que los contactos de Samuel no aparecían la fecha acordada o en aquellos en que no administrábamos nuestras dosis para completar el mes y entonces nos quedábamos sin reservas. Así poco a poco nos convertimos en unos imbéciles dependientes del hachís. Fueron esas ocasiones las que nos llevaron al consumo de los barbitúricos y todo gracias a la notable idea de Jerry, Jerry fue quien nos sugirió tal hazaña para acabar con nuestra agonía. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer, lo recuerdo porque jamás creí haberme ido tan lejos a causa de una droga. Estábamos necesitados, completamente necesitados de consumir alguna mierda, llevábamos limpios más de dos semanas, y limpios al completo, sin siquiera una gota de alcohol dentro de nuestro ya dañado organismo, tenía diecisiete años, y entonces nuestra conducta anormal estaba sobresaliendo más de lo habitual, parecíamos completos drogadictos en proceso de rehabilitación, y los proveedores de Samuel habían acordado llegar el día anterior con las provisiones, pero ningún paquete en recepción, ni un mensaje, nos había llegado. Era la hora de la comida, y ninguno de los dos teníamos los ánimos de ir al comedor, de hecho recuerdo que ninguno fue, entonces Jerry apareció de improviso en nuestro cuarto, con una mueca no muy amigable y su mirada de lastima hacía nosotros.

—Sois bastante patéticos chicos.

—Oh, nos encanta escucharlo Jerry, porque no te largas ¿eh?

—Déjalo Sam. Tal vez tiene algo importante que decir.

— ¿Sabes de dónde sacar un maldito porro?         

—Claro que no idiota. Pero les tengo algo mejor, ya va siendo hora de que asumas que tus mierdas de proveedores deben de estar pasando unas vacaciones en la cárcel. 

—Qué tienes para nosotros Jerry —le dije con los ojos saltones, como si se tratase de un gran descubrimiento, entonces el pequeño Jerry, saco de su bolsillo su mano empuñada, la colocó frente a nosotros y la extendió dejando a la vista los barbitúricos, al menos un veintenar de pastillas en su mano, de diferentes colores, reconocí de inmediato una serie de tranquilizantes y antidepresivos.  Así fue como nos dimos cuenta que no pararíamos hasta tocar fondo.  Y creo que lo hicimos, aunque no ese día por supuesto.



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