Jerry era tan bizarro
como nosotros, la diferencia radicaba en algo fundamental que consistía en
apariencias. Jerry guardaba la compostura y su sentido común e intuición hacían
que jamás lo pillaran rompiendo las reglas. Con ese par degusté mis primeras borracheras tránsfugas dentro del
internado, conocí la heroína, los porros y las demás hierbas con las que nos
drogábamos durante las noches y que Samuel conseguía de antiguos contactos
antes de internarse; ellos se los enviaban mensualmente mientras que él les
hacía entrega del dinero en una cuenta de ahorros después de recibir el
paquete. Todo era cosa de confianza. Después de un tiempo, gracias a mi
conocimiento del lugar, Samuel era capaz de fugarse durante algunas horas y
volver cargado de mierda para fumar. No éramos adictos en ese entonces, tal vez
Samuel lo era, pero recuerdo nuestros tiempos de crisis, en los que los
contactos de Samuel no aparecían la fecha acordada o en aquellos en que no
administrábamos nuestras dosis para completar el mes y entonces nos quedábamos
sin reservas. Así poco a poco nos convertimos en unos imbéciles dependientes
del hachís. Fueron esas ocasiones las que nos llevaron al consumo de los
barbitúricos y todo gracias a la notable idea de Jerry, Jerry fue quien nos
sugirió tal hazaña para acabar con nuestra agonía. Lo recuerdo como si hubiera
sido ayer, lo recuerdo porque jamás creí haberme ido tan lejos a causa de una
droga. Estábamos necesitados, completamente necesitados de consumir alguna
mierda, llevábamos limpios más de dos semanas, y limpios al completo, sin siquiera
una gota de alcohol dentro de nuestro ya dañado organismo, tenía diecisiete
años, y entonces nuestra conducta anormal estaba sobresaliendo más de lo
habitual, parecíamos completos drogadictos en proceso de rehabilitación, y los
proveedores de Samuel habían acordado llegar el día anterior con las
provisiones, pero ningún paquete en recepción, ni un mensaje, nos había
llegado. Era la hora de la comida, y ninguno de los dos teníamos los ánimos de
ir al comedor, de hecho recuerdo que ninguno fue, entonces Jerry apareció de
improviso en nuestro cuarto, con una mueca no muy amigable y su mirada de
lastima hacía nosotros.
—Sois bastante
patéticos chicos.
—Oh, nos encanta
escucharlo Jerry, porque no te largas ¿eh?
—Déjalo Sam. Tal vez
tiene algo importante que decir.
— ¿Sabes de dónde
sacar un maldito porro?
—Claro que no idiota.
Pero les tengo algo mejor, ya va siendo hora de que asumas que tus mierdas de
proveedores deben de estar pasando unas vacaciones en la cárcel.
—Qué tienes para
nosotros Jerry —le dije con los ojos saltones, como si se tratase de un gran
descubrimiento, entonces el pequeño Jerry, saco de su bolsillo su mano
empuñada, la colocó frente a nosotros y la extendió dejando a la vista los
barbitúricos, al menos un veintenar de pastillas en su mano, de diferentes
colores, reconocí de inmediato una serie de tranquilizantes y
antidepresivos. Así fue como nos dimos
cuenta que no pararíamos hasta tocar fondo. Y creo que lo hicimos, aunque no ese día por
supuesto.
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