Mi querido Castor
Se acabó la risa, Pieter ha vuelto. No para de hablar desde las dos de la tarde. Todo agitado, se levantaba cada «cinco minutos». «¿No crees que debería ir a saludar a los secretarios?» «¿No crees que debería ir a saludar a los radiotelegrafistas?» En cada ocasión le exhorté vivamente a que lo hiciera: mientras estaba allí, no estaba aquí. Ebrio de palabras, no tuvo más que un momento de desazón —es típico—, cuando se ausentó cinco minutos para llevar sus morrales al dormitorio: «Estaba oscuro —dijo—, no había nadie, me dio impresión». Sé a ciencia cierta que yo, cuando vuelva, sólo en mi habitación cerrada me sentiré cómodo y que serán sus jetas las que me amargarán. He aquí su tinta, dulce pequeña. ¿La reconoce? Es del azul de los mares del Sur. Pero tan deleitosa sin duda que el papel se la bebe un poco. Pero es un detalle. Figúrese usted que con esta tinta y a pesar de Pieter, desde ayer a la mañana he escrito 81 páginas del primer cuaderno azul noche. Azul de los mares del Sur, sobre azul noche. Figúrese si era hermoso. Las 39 páginas de hoy tratan de mis relaciones con Francia. Sólo una crónica, el género que a usted le gusta. Todavía estoy en la crónica pero mañana haré la teoría. Aunque temo un poco que la llegada de Pieter me haga perder tiempo. Por ejemplo, en este momento son cuatro en esta pequeña habitación, Mistler, Pieter, Keller, Paul. Paul y Keller no dicen nada, como de costumbre, pero Pieter le está hablando a Mistler y vaya que hace falta concentración para escribir sin oírle. Solamente he escrito en el cuaderno, no he trabajado en la novela ni he leído nada. Desde mañana pondré orden en todo esto, aun a riesgo de ser grosero. Por hoy, vaya y pase: era el regreso.
Aparte de esto, día tranquilo pero sin el mérito de ser estudioso. No me gusta, estoy un tanto irritado ahora. Recibí una carta suya, amable pequeña... (Tuve que parar de hablarle para increpar a Pieter que no dejó de hablar en media hora. Mistler se había marchado, Keller y Paul leían, y yo escribía y este animal se las ingeniaba para hacer preguntas del siguiente estilo: «A propósito, y la comunicación del ONM sobre los 95 francos, ¿el capitán Munier la contestó? etc.». Yo le dije: «Pieter, ¿quieres un libro?». Cabreado por su vuelta del permiso, él: «No estoy hablando contigo, Sartre, hablo con Paul». «Es que estás fastidiando a Paul, Pieter, ves perfectamente que está leyendo.» «Paul es bastante mayorcito para decirme si lo estoy fastidiando.
Te ruego, Sartre, que no te metas más que en las relaciones que nos conciernen directamente a ti y a mí.» «Es que yo hablo en nombre de todo el mundo, Pieter, si supieras lo tranquilos que estábamos cuando estabas fuera.» «Yo hago lo que se me antoja, Sartre —repitió él diez veces con la obcecación de un carnero rabioso—, hago lo que se me antoja. Bien que se te antoja a ti dejar tirados tus mugrientos pañuelos sobre la mesa de noche.» «Vale, está bien, hagamos un pacto, Pieter, yo quitaré mis pañuelos pero tú cerrarás el pico.» «Yo no hago pactos.» «Porque no eres capaz de cumplirlos.» El altercado paró de golpe, en ese preciso momento, ignoro por qué: hay paros bruscos así. Como si se le hubieran acabado las fuerzas. Los otros no dijeron ni pío. Keller, que lo detesta, se habrá sentido ladinamente contento de que lo pusiera como un trapo. En cualquier caso, desde ese momento, es decir, desde hace diez minutos, hay un silencio total, algo es algo. Debe ser triste para él recibir una bronca apenas vuelto del permiso, pero había demasiado contraste entre mi absoluta tranquilidad de ayer y este ruido de chicharra de hoy. Mala suerte.) Así que cierro el paréntesis. Lo cierro con una conclusión pesimista, además, porque se estará tranquilo hasta que nos acostemos pero mañana empezará a piar de nuevo, es un pájaro. Recibo una divertida carta de Tania sobre la mujer lunar, que «aspira a ser una leona de esta posguerra como Youki lo fue de la del 19» y que lo intenta de antemano, como puede usted ver. Quiere plantar a Blondinet por el pintor argentino y ruega a Tania que lo vea una que otra vez y que cuando estén a solas le hable bien de ella. Me parece una ingenuidad. Parece que en casa del pintor estaban esas dos piernas saliendo del gramófono que vimos en la exposición surrealista. Así ha sido la jornada, pequeña mía. Lamento no haber podido leer más de la vida de Heine, está bien escrita.
Mi pequeña, mi querida pequeña. Sin embargo algo me pasó con la vuelta de Pieter. Me hizo ver París muy próximo, primero a través de él y segundo porque pronto iré yo también. Usted comprende, como él ha vuelto, al parecer ya no hay razón válida para que yo siga aquí (de hecho la hay, el orden de los permisos, pero es que tengo la ilusión afectiva de que salgo después de Pieter), por tanto nada más que un vacío amorfo me separa de usted, es deprimente y excitante a la vez y al final por eso traté mal a Pieter, creo. La quiero tanto, pequeña mía, tengo tantos deseos de llevar su bracito bajo el mío y de pasearme con usted. La beso con todas mis fuerzas.
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