10 de julio de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

9 de enero
Mi querido Castor

Hoy he recibido una carta suya. Pero una sola. Una sola de T. Las de ayer faltan, parece. Puede que las reciba mañana. En fin, sé lo que está haciendo. Así que ha visto a MerleauPonty, me divirtió lo que me cuenta de él porque prueba que en Francia se practican los mismos métodos que los periódicos censuran tanto cuando son alemanes. Parece hallarse usted bien de salud y de humor, y su alegría me satisface. Sí, querida pequeña, pronto nos veremos; tengo tantas ganas. Pero fíjese que hoy estoy pasando por una pequeña crisis de duda sobre mí mismo. El hecho no es tan frecuente que no merezca la pena de ser contado. Se debe a una multitud de pequeñas causas. Acabo de terminar La edad de la razón, hoy. Quedan diez líneas por corregir, será una hora de trabajo mañana y me siento un poco aturullado. Me digo: sólo era esto, y lo encuentro limitado, muy limitado. Es posible que el libro haya sufrido un poco, no directamente de la guerra, sino de mis cambios de opinión sobre todas las cosas. Todo este tiempo me sentía un tanto seco a su respecto y, cosa curiosa, en particular desde que usted leyó las 150 páginas de noviembre. Aunque me dijo que le gustaba. No sé bien lo que me sucedió. ¿Será que tengo que cambiar la personalidad de Marcelle? En fin, es eso, me disgusta, hubiera deseado que estuviese bien y que fuese sincero. Entiéndame, sé perfectamente que en una novela se miente todo el tiempo. Pero al menos se miente para ser veraz. Y tengo la impresión de que toda mi novela tiene algo de mentira gratuita. Ah, y encima hace un año y medio que estoy en ella, hay motivos para sentirse un poco saturado. Entonces volví a leer mis cinco cuadernos y no me dieron la buena impresión que tenía por segura. Me parecieron desdibujados, llenos de formulismos, y que las ideas más claras eran repeticiones de Heidegger, y que en el fondo desde septiembre, con el asuntillo de «mi» guerra, etc., no había hecho más que darle largas a lo que él dice de la historicidad en diez páginas. A todo esto sigo leyendo la vida de Heine, que me atrapa tanto como a usted. Pero ahora que soy un tipo «maduro», las lecturas de biografías ya no me producen aquella excitación gozosa y directa que sentía diez años atrás. En realidad me deprimió un poco. Me juzgué más bien fútil ante este tipo que ha hecho muchas cochinadas y que adolecía de una gran debilidad de carácter, pero que vivió, como decía usted, tan formidablemente en situación. En cuanto a mí, bien sé que necesité la guerra para descifrar un poco mi situación, y advierto también que no tengo gran talento para eso: no es que me falte buena voluntad, pero también me haría falta ese sentido histórico que él poseía. En fin, esta noche estoy pequeño y modesto, amor mío. Supongo que mañana ya no lo estaré y que la carta en que se esforzará usted por demostrarme que soy un tipo estupendo, en modo alguno tan despreciable, me encontrará en el pináculo de mí mismo, y que las pizquitas de restricciones que podrá sugerir más bien me ofenderán un poco. Me pregunto qué voy a escribir ahora. Sería sensato continuar, en un sentido. Pero si me repele, en otro sentido, no es muy razonable. ¿Y qué puedo escribir? Lo estoy pensando.

No se preocupe mucho por esta crisis de modestia: apenas sí supera el nivel del ir y venir cotidiano. Al margen de esto, nada nuevo, siempre haciendo de monje. Hoy hubo helada, de modo que sólo salí para ir a buscar el rancho. Se hubiese reído de verme por los caminos con escudilla, botellón y linterna, caminando a pasitos de vieja. La auténtica alegría del día ha sido su carta. Más fuerte que de costumbre porque ayer no había tenido nada suyo. Cuánto la quiero, pequeña mía.

La beso con todas mis fuerzas, amor mío.

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