10 de enero
Mi querido Castor
Ayer le escribí una cartita muy modesta. Hoy no queda nada de eso. No estoy, ciertamente, delirante de orgullo, pero he recobrado los sentimientos adecuados, es decir que hago lo que debo hacer sin pensar en mí para nada. Hoy hacía un viento descomunal (60 km por hora) y encima hacía —12°. Imagínese los sondeos que se realizan, como tiene que ser, en campo abierto, y esas trombas de aire helado que se nos echaban encima y se nos filtraban hasta el estómago. Era absolutamente extraño, bajo el cielo perfectamente puro de un persistente color rosa, toda esa tierra prohibida en torno a la casa, mordiendo, arañando y picando en cuanto uno salía. A estas horas sigue maullando aún en nuestras ventanas, y un arroyito de frío se cuela por el intersticio de una de ellas. Esta mañana, a las ocho, volví de sondear con el brazo congelado hasta el codo. Después, al sacudirlo, me producía esas sensaciones de fuego artificial seco que se sienten al golpearse «el hueso de la música» contra el brazo de un sillón. Pero créame que todo esto es divertido, da impresión de lucha y sobre todo de escenario natural en pleno. Agréguele la helada, que nos hace andar pisando huevos. No obstante sigo negándome a ponerme el capote, es una cuestión de honor. Pero entonces, dicen los demás, ¿cómo puede ser que afuera disfrute tanto del frío y dentro no lo soporte?, cómo es que su habitación siempre tiene que estar a 18° o 20o? Conozco la razón, la he escrito en mi cuaderno. La leerá usted. He aquí el cuadro de la jornada. Y mis únicas salidas, pues el restaurante sigue cerrado.
Como estos días resulta que la comida del regimiento está infame, almuerzo y ceno un trozo de pan. Unido a mi régimen, cuando llegue a París estaré hecho un alambre. Se acerca, amor mío, el ritmo de los permisos se está acelerando; quedan unos escasos quince días y ya está. Casi no pienso en otra cosa. Esta mañana terminé la novela. Pero terminé del todo, no volveremos a hablar de ella hasta París. Y esta tarde medité largamente sobre una obra de teatro. Pensaba en una ciudad sitiada, en pogroms, qué sé yo. El tema propiamente dicho no aparecía. Pero de golpe comencé, ¿a que no sabe qué? Los cuentos para el tío Jules. Primero con una especie de remordimiento, por su frivolidad. Pero después se me ocurrió meter un montón de cosas en forma jocosa y al final me divierte mucho y me tiene un tanto excitado. Le doy el la, empieza así:
«Mi tío Jules entró aquella mañana en mi habitación y me dijo: "Sobrino, tu dinero es robado"». He pensado escribir esto entre los dos permisos (si el género la complace, lo que me dirá dentro de quince días), resultará un curioso librito gratuito, finalmente, en la línea de Er l’Arménien y Légende de la Vérité, pero justamente, como ya no tengo ninguno de los defectos que hacían insoportable este género (simbolismo, manierismo, etc.), me pregunto qué irá a salir. Éste ha sido el suceso del día. Y aparte, lecturas: el Diario de Stendhal (IV) que vuelve a estar de lo más encantador, y también una inepta NRF de enero, sin mi artículo, que me han enviado con un largo e insípido poema de Mauriac, un Cocteau alicaído, un Aragón que sólo he hojeado y que parece pésimo. Eso es todo. Una larga carta de mi adorable Castor, nada de T., quien sin embargo ayer me escribía: «Te quiero con generosidad (no te rías)».
Esto es todo, mi queridísima pequeña, mi tierno Castor, cuánto, cuánto la quiero, es usted mi querido corazoncito. Dentro de quince o veinte días la veo. Cuando envíe los libros, tendrá usted la bondad de incluir dos blocs de papel igual a éste.
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