22 de julio de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

11 de enero
Mi querido Castor

Acabo de dar un cursillo de literatura norteamericana para Mistler, cosa de hablar un poco. Y ahora aquí está, a mi lado, leyendo el Diario de Stendhal y riéndose como un bendito con esta placidez interior que lo caracteriza, cercana al atontamiento. Hace mucho calor en nuestra sala, pero es el último día. No queda una sola briqueta de carbón en todo el contorno, ignoro cómo nos arreglaremos pues afuera hace —12° o —13°. Con todo es más bien excitante, para un candidato universitario a la reciedumbre. Sólo que hay un detalle, y es que dejaré de escribir. Primero que un cuerpo aterido es poco propicio a las ideas, segundo que mi mano congelada no podrá sostener la pluma. En fin, ya veremos. Sin embargo estoy en vena, aunque desconfío mucho de lo que hago. Cuando le hablaba de Faulkner a Mistler, me sentía como una valkiria caída con el librito satírico que estoy escribiendo ahora, y todas sus historias de sangre y crímenes me parecían la única literatura seria. Después de todo no está mal probar unos veinte días. Al cabo de estos veinte días, usted juzgará. He aquí lo que se me ha ocurrido. Se trataría de un pequeño volumen de crítica literaria en el que expondría las leyes de los diversos géneros. Habría, naturalmente, diálogo, discusión sobre géneros y, finalmente, la historia, para ilustrar: 1.º un cuento de hadas (para distinguir el cuento de hadas alegoría —Maeterlinck— del auténtico cuento de hadas popular); 2.° el relato; 3.° el cuento; 4.° el capítulo de novela. Exposición del género y después historia narrada. Empiezo justificándome por escribir obscenidades y explicando lo que es una obra literaria en general, todo esto en forma de paradojas en broma que a todas luces amenazan con poner los nervios de punta. Usted verá y juzgará. En cualquier caso, al escribir este diálogo me pruebo que tengo materia para un excelente diálogo teatral. Tengo el sentido de ese diálogo. Sólo falta que se me ocurra un tema. Lo he dejado para cuando acabe Histoires de l’oncle Jules. Dígame no obstante si a priori desconfía o si me alienta. Es de un bello estilo simple. Pero es increíble lo fácil que resulta escribir en bello estilo simple. Diez veces más fácil que escribir en el estilo rudo y farfullante de La edad de la razón. Ahora comprendo por qué yo soy un sufridor y los otros no. Es que he adoptado para mis novelas un estilo que tal vez no sea mejor ni peor que los demás pero que, sencillamente, es más difícil. Esto por la inteligencia. Desde luego, he dejado de trabajar en el cuaderno, no tengo tiempo. De todas formas, tendré que poner una o dos cositas más, lo haré mañana. Por poco que la guerra continúe, volveré con cincuenta volúmenes y tendré que dedicarme a descansar el resto de mis días.

En cuanto a la vida aquí, no fue mucho más que un largo baño de calor, interrumpido por fugaces relampagueos de cólera que hacen decir a Pieter: «la convivencia es difícil» y atravesado por glaciales lenguas de frío (sondeos o bien cuando vamos a buscar la comida) pero no desagradables. Por hacerle caso a Pieter, a mediodía nos pusimos en marcha hacia el Café de la Gare, pero estaba cerrado y tuvimos que desandar lo andando en medio de un frío que nos perforaba los oídos. Para que vea la ociosidad de comadres en que se ha sumido toda esta gente, sepa usted que la frustrada tentativa fue la comidilla de todo el día. Quienes nos vieron partir querían saber a dónde íbamos o bien, si lo sabían, soltaban sus pequeños comentarios. En síntesis, he comido pan y chocolate y cenado lo mismo, porque el rancho era un desastre. Hace tres días que vivo a pan y chocolate, si no vuelvo hecho un alambre es que no hay Dios. Tranquilícese: de noche el restaurante está abierto y si tuviese hambre podría darme una vuelta. 

Pero son mis mejores horas de trabajo y en definitiva me gusta más quedarme aquí.

Esto es todo, mi dulce pequeña, todo. Si supiera las ganas que tengo de verla. Todo este tiempo se me aparece como un epílogo un tanto verboso antecediendo a mi viaje a París. Además confundo vagamente el Permiso con la Paz, al no ver más allá de esos diez días. No es tanto que imagine que durarán indefinidamente, sino más bien que no imagino mi vida continuando después de ellos. Acaban en un límite definitivo y un tanto trágico que podría ser tanto mi muerte como mi vuelta al sector. Pero ¡qué hermosos y gratos resultan de lejos! ¡Qué mujer más amable es mi madre!, se la ve de lo más tranquila; parece muy decidida a dejarme llevar mi ropa clara. Así que por ese lado todo marcha bien. Y usted, pequeña mía, la veré y hablaré largo y tendido con usted y sacudiré su bracito. Nos acostaremos temprano, pues a las once nos echarían de todos lados, pero nos levantaremos a lo militar a las siete de la mañana e iremos a correr por todas partes. Cuánto la quiero.

La quiero, dulce pequeña, la quiero con todo el corazón.

Bost es un valiente y un excelente muchacho.

No hay comentarios: