Veintiuno de marzo, día lunes. El clima era tenso, poco a poco el viento se volvía más tibio haciendo que los vellos del brazo de Raúl se erizaran ante el roce. Caminaba a paso ligero buscando una excusa para mitigar su horario de llegada, su madre no lo sabía pero hacía algunas semanas había adoptado la manía de fumar cigarrillos, poco antes de que su padre falleciera y había estado haciendo aquello exactamente durante toda la tarde; recordando, reflexionando, junto al humo del tabaco. No le gustaba en su totalidad aquel sabor amargo que suponía el humo al entrar en sus pulmones, pero si sabía que se sentía más osado, rebelde y grande con aquella manía; de seguro se acostumbraría luego al sabor amargo pensaba él.
El hecho de qué se encontrase así mismo reflexionando sobre la vida, le supuso ser algo demasiado extraño para venir de su persona. Raúl nunca dejaba que sus pensamientos, reflexiones y su sentido común tomaran el control de su mente. A medida que avanzaba, más frío sentía a pesar de la calidez del viento. Llevaba la cabeza gacha y cubierta por una capucha de su jersey, por lo que no vio venir a la persona con quien se había topado. Cerró los ojos por un segundo a causa del leve y fugaz impacto y cuando los abrió, se sorprendió al fijarse en quién era y qué ocurría. Frente a él se encontraban dos de la misma edad suya, buscándola a ella, quien se escondía tras su espalda. El silencio se apoderó de la escena por unos segundos, y la espera a la reacción de alguien fue eterna. Raúl conocía muy bien a aquellos chiquillos, se había topado en más de un conflicto adolescente con ellos y no le parecía muy agradable encontrarse en una nueva situación similar a las anteriores.
— ¿Qué está pasando? —Preguntó con un tono alerta al ver que nadie cedía — ¿Por qué la están molestando? —. Su mirada no dejaba de posarse en los ojos desafiantes de sus supuestos enemigos, no sabía que estaba ocurriendo, ni mucho menos en lo que se estaba involucrando.
—No la defiendas Raúl —amenazó uno de los dos jóvenes, el más alto y gordo, moreno y de dientes chuecos, no tenía más de dieciséis años. Dicho aquello, el segundo de ellos se aproximó unos pasos hacía Raúl y la muchacha.
—Quédate detrás de mí, los conozco —susurró con convicción y firmeza él. Raúl podía sentir cómo Mónica Godoy, su nueva compañera de asiento, sentía el pánico; ella cerraba los ojos intentando no tener miedo, él sentía los latidos de su corazón en su espalda, su aliento agitado y la fuerza con que se afirmaba de su chaqueta.
Él retrocedió, dando a entender que no dejaría a la muchacha sola. Sólo faltaba que uno de los dos mococientos muchachos se decidieran en iniciar una riña, para que allí se formase un escándalo y si tenían suerte, que los vecinos no llamasen a la policía informando de la pelea y lo encerrarán por unas cuantas horas en un retén hasta que su madre lo fuese a buscar, todo eso por ayudar a alguien a quien ni siquiera le agradaba lo suficiente. Jamás se había sentido un defensor de la justicia, es más, si aquella tarde su sentido común no hubiera estado tan presente, él simplemente habría hecho el loco en aquella situación. No le incumbía ni le interesaba la situación, ni la víctima. No obstante, se quedó allí, sin saber muy bien que iba a hacer cuando aquellos críos decidiesen darle una golpiza. Lo mejor de aquello fue que nada de lo que se estaba recreando en la imaginación de Raúl ocurrió, y tanto él como Mónica agradecieron para sí mismos que no sucediera.
—Ya sé que no nos conviene pelear ahora… Cualquier día de estos —amenazó el mayor, luego de que su compañero le dijera al oído que lo mejor era marcharse de allí. Ambos se fueron, dejando el lugar tan solitario como antes, Mónica no pudo más con la impresión y cayó al suelo arrodillada y suspirando de alivio, sus ojos estaban húmedos, ella no quería llorar pero Raúl percibió al instante que era cosa de segundos para que lo hiciera. Se arrodilló frente a ella y con su mano derecha removió los cabellos que tapaban su cara.
— ¿Estás bien? ¿Te hicieron algo? —preguntó en tono comprensivo. Al fin y al cabo, un poco de cortesía no le bajaría su orgullo. Ella no pudo más que asentir con la cabeza, luego se sentaron en uno de los bancos de la plaza que quedaba en frente del condominio de la casa de Raúl y aguardaron callados; habían olvidado el frío que hacía en aquellos momentos e intentando hacer caso omiso al silencio que se hacía presente entre los dos, él sacó su quinto cigarrillo del día — ¿Fumas? —preguntó acercando la cajetilla en frente de Mónica.
—No, gracias —contestó ella de manera tímida. Se sentía avergonzada, toda su vida se había proclamado como una muchacha fuerte e independiente y resultaba que ahora, a menos de una semana en aquel lugar, no había sido capaz de sobrellevar las burlas de esos muchachos, sólo se había echado a correr, asustada y ellos la habían perseguido notando a la fácil víctima que habían encontrado. —Es bastante cómico que nos encontremos en esta situación —agregó con la mirada perdida, como si no supiera que decir ¡y es que realmente no lo sabía! Eso siempre la colocaba muy incomoda, sus manos se desesperaban y no hacían más que jugar con las hojas de una ligustrina que estaba a su lado.
— ¿Por qué lo dices? —Musitó él después de liberar el humo del tabaco junto con sus palabras —, no es cómico que hayan querido hacerte daño.
—No me refería exactamente a eso, si no más bien al ahora, no hemos simpatizado mucho desde que nos conocemos, parece una broma que justamente hubieras sido tú quien apareciera. Además, cualquiera se habría marchado después de que esos chicos se fueran.
—Ah, te refieres a esto… Simple cortesía, ya me devolverás el favor —dijo con una sutil sonrisa en su rostro, porque ahora tenía una excusa sobre su horario de llegada. Ninguno de los dos creyó entonces que a partir de ese instante se convertirían en tan buenos amigos, ni mucho menos, que todos llegarían a pensar que terminarían una vida juntos, porque ambos supieron desde aquel instante que sus destinos estarían entrelazados e influirían mucho en el otro.
Entonces, el holocausto se transformó radicalmente en un cautiverio feliz, la personalidad opuesta del uno para con el otro formaban un dúo perfecto transformándose, de manera espontánea y no después de mucho tiempo, cada uno en la confidencialidad del otro; con ciertas diferencias y con las respectivas confusiones sentimentales que acarrea la adolescencia, porque ambos necesitaban del otro para subsistir y se necesitaron siempre.
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