Mi querido Castor
Hoy todo marcha mejor que ayer, hemos integrado a Pieter, está atontado y ya no habla. Pero antes le dio por roncar la noche entera, este tipo es una auténtica máquina de hacer ruido. Silbé, pero en vano, entonces cogí la mesa por una pata y me puse a dar golpazos contra el parqué. Pieter gemía como un cervatillo y un instante después el ronquido salía en busca de sí mismo y entonces, cuando se encontraba, se reavivaba de nuevo. Yo volvía a golpear y la escena se reproducía. Por último, hice cabalgar la mesa tan fuerte que él se incorporó de un salto, cogió su linterna, la encendió y la clavó en mí, enloquecido, mientras yo cerraba los ojos y simulaba dormir como un ángel. Se volvió a dormir inmediatamente pero ya no soltó más que unos débiles gañidos suavísimos y arrulladores. Logré conciliar el sueño a las cuatro de la mañana y me levanté a las seis y media, ahí tiene por qué me apresuro a escribirle, aunque aún no sean las ocho, tengo miedo de quedarme dormido. Se habrá reído mucho, el otro día, con los graves elogios que concedí a Heine por su fidelidad israelita, usted que sabía que un año después se bautizó para lograr un despacho de abogado. Pero no importa, esta renegación en balde tiene su interés, pues fue realmente una cochinada gratuita. El libro es de veras fascinante, tiene usted razón, aunque quizá se deja un poco de lado la persona de Heine por su situación. De todos modos uno lo ve, se da cuenta cómo era, en líneas generales. Lo que faltan son los detalles. A mí me resulta muy judío y parecido al Rosenthal de La conspiración (un poco), y me hizo cobrarle aprecio a Nizan. Y desear leer las Obras completas de Heine en alemán, pero esto será para la paz. A propósito de la paz, una buena noticia: es seguro que en un plazo de 2 a 3 meses llamarán al interior a todos los mayores de 30 años. El papeleo ha comenzado aquí mismo hoy. Nosotros estamos aparte, la cosa la hará el ONM, pero en fin, ve usted que estamos en buen camino. Por tanto, concluido el S.P. y todo lo que le sigue. Sin duda aprecia usted las ventajas, dulce pequeña. Creo que puede empezar a celebrarlo, con, naturalmente, toda la prudencia que se impone tratándose de decisiones militares.
Hoy no hubo carta de usted, ni de T. Supongo que es otro atasco; sólo una cartita de mi madre. Fíjese que ahora los restaurantes están cerrados hasta las 5 de la tarde, de manera que ya no puedo almorzar fuera. He comido judías blancas aquí, sin melancolía. Sólo fui a tomar un café al Correo, clandestinamente. Porque el correo se ha instalado en un pequeño hotel malva situado entre la ciudad y nuestro hotel. La sala de la derecha está ocupada, abajo, por los encargados, la de la izquierda sigue expendiendo café. Uno pasa entonces por la primera, pregunta al descuido por las cartas, gana la puerta del fondo y se introduce en el café, que está con el cerrojo puesto y las persianas cerradas pero lleno de clientes que juegan a las cartas y se emborrachan apaciblemente en la penumbra. Se fueron marchando poco a poco y yo me quedé solo, escribiendo mi cuaderno, con otros cuatro delincuentes que eran los tipos de la guardia de ayer. Anoche, en su condición de soldados de guardia, entraron en este mismo café para echar a los delincuentes, pero al otro día, liberados de sus obligaciones, delinquieron ellos. Escribí, como usted sabe, sobre Francia. La teoría está lista y bien lista, pero tranquilícese, no me he vuelto fascista ni mucho menos. He visto claro y creo que pensará usted como yo. Además siempre se trata de lo mismo: historicidad, serenelmundo, mi guerra, etc. Ya he llenado la mitad de un cuaderno azul noche pero aún tengo para rato, pues me queda uno grande y encima el otro día compré cuatro pequeños. Le llevaré seguramente seis y tal vez siete u ocho, no le faltarán lecturas. Sabe usted quizá que también tengo una teoría de la conciencia/nada; pero no está a punto. Total, que estaba escribiendo sobre la patria cuando golpearon sonoramente a la puerta del café e intentaron abrirla varias veces.
Los cuatro delincuentes se irguieron, mascullando: «¡Los polis, los polis!». Eran, en efecto, los gendarmes haciendo su ronda de inspección. Tuvieron que pasar por la puerta de atrás, y entretanto nosotros trepábamos al primer piso del edificio con los vasos de cerveza y el aguardiente y las tazas de café y entrábamos en una oficina del servicio sanitario ante el estupor del tipo. Como los gendarmes no se iban nunca, acabé bajando de nuevo tranquilamente y pasando otra vez por el correo, pero en el barullo perdí un guante, pues justo lo estaba buscando cuando llegaron los gendarmes y la patrona me empujó hacia la escalera por el hombro sin darme tiempo a encontrarlo. También he acabado el último capítulo de La edad de la razón, volveré un poco sobre el precedente y después escribiré un pequeño monólogo de Boris que va mucho antes y será el momento de partir con permiso. Hasta la vista, mi adorable pequeña, amor mío querido. Haga sus planes para que veamos todo lo que hay que ver y seamos felices. La quiero.
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