13 de enero
Mi querido Castor
Transcribo para usted un principio de carta que comenzaba con estas palabras: le escribo en un rato de calma: son las nueve y tenemos sed, acabo de mandar a Mistler y Pieter a comprar vino, pago yo. Cuando vuelvan, beberemos y gritaremos un poco, desde luego. La carta seguía y se la copiaré entera, pero debo decirle que Pieter entró con la cantimplora llena cuando ya había escrito dos páginas enteras, se lanzó sobre mi vaso para llenarlo en un arrebato de generosidad y volcó todo el vino sobre su pobre cartita. Ay, dulce pequeña, tendré que empezarla otra vez. Pieter quedó de lo más confuso, porque me tienen miedo. («No te podemos coger en grandes cosas cuando te cabreas con nosotros, me dijo. Entonces nos desquitamos con las pequeñas.
Pero no sirve de nada: cuando te molestan eres terrible. Las cosas que les dices a los pobres líos. ¡Eres terrible!») Pero después de tratarlo gustosamente de zoquete tomé rápidamente mis decisiones: no le escribiré a T., que no me ha escrito, ni a mis padres, que bien pueden quedarse un día sin carta. Esta noche hemos tenido tertulia, aquí. Vino Mistler y fue interésame oír hablar a Pieter sobre la vida y muerte de la colonia judía de la rue des Rosiers, pues parece que actualmente ha desaparecido. Entretanto, Keller, que a sus horas Se pone ladinamente juguetón, había deslizado un largo tubo de goma detrás de los libros de Paul haciéndolo desembocar a la altura de la nariz de éste, que no sospechaba nada.
Tras lo cual encendió una pipa y soltó torrentes de humo por el tubo. Paul, al recibir la humarada en plena cara (detesta el tabaco), entró en agitación y su puso a decir: «La habitación está sobresaturada de humo y se producen corrientes de convección». Nosotros, entretanto, no podíamos más de la risa; hasta yo, mi buen Castor, me había puesto rojo y contaba un cuento de ratas para justificar mi hilaridad. Debo decir que aquel humo era encantador, giraba en redondo a ras de la mesa como un gato persiguiéndose la cola ante la mirada atónita y científica de nuestro cabo. Nos proponemos volver a hacerlo todas las noches.
Fuera de esto, desde luego, día de calma absoluta. Aquí todo el mundo está saliendo con permiso y a mí me tocará seguramente dentro de diez o quince días. Además, Paul hará gestiones ante el capitán, pues su interés y el mío coinciden. La noche anterior tuve tanto frío (—7°) en mi dormitorio, que hoy dormí en el puesto de sondeo sobre un somier que habíamos encontrado en el corredor. Resultó voluptuoso. Hoy, hemos estado de cuarteleros Pieter y yo; la cosa consiste en matar el tiempo: barrer vagamente el puesto (Pieter), ir a buscar el café (yo) a las 7, ir a buscar la manducación a mediodía (Pieter) y el rancho por la noche (los dos juntos porque hay que llevar las linternas) de suerte que, como puede observar, de las 7 de la mañana a las 6 de la tarde estoy de lo más pancho. Keller y Paul hacen los sondeos.
Mañana nos toca a nosotros. Supondrá usted que he comenzado Prometeo o vaya a saber qué cosa grandiosa. Pues no, ni siquiera he pensado en ello. He escrito extensas consideraciones sobre el Destino. Historicidad, otra vez. Me impresiona y divierte ver cómo «bajo la presión» de los acontecimientos un pensamiento histórico se ha desencadenado en mí y ya no se para, en mí que hasta el año pasado vivía un poco en el limbo, era un abstracto, un Ariel. Finalmente, estoy obsesionado ahora no por lo social sino por el medio humano. Enorgullece un poco, considerando que soy aquí un soldado regular, que disfruto de una soledad perfecta (los ayudantes no cuentan) y que no padezco en absoluto la coacción social. Recuerda usted aquella impresión de guerra kafkiana cuando estábamos en la Gare de l’Est y usted tenía la impresión de que me marchaba al Este movido por una obstinación heroica y culpable sin que nadie en verdad me lo pidiese. (Ah, mi buena pequeña, cuánto la quiero, recuerdo aquella noche de paseo por un París desierto, qué cerca de mí la sentía, mi pequeña flor, eso es algo muy fuerte que hay entre nosotros.) Pues bien, palabra que aquí es igual. Cumplimos nuestro servicio pero con una extraña y constante impresión de ser voluntarios, no tenemos jefes, no necesito adoptar compostura alguna, no me lavo ni me cuido. (Paul me contó que en la cocina le dijeron: tu colega es una celebridad en la división —y no creo que esta celebridad sea de buena ley—. Y esta noche el pedazo de idiota de D’Arbon, ferretero de profesión, me dijo mientras yo lavaba las escudillas: «Dicen tonterías, a veces». «¿Cómo?» «Sí». Silencio, y luego una carcajada de D’Arbon: «¡Fíjate que decir que eres profesor!». «¿Ah, sí? ¿Y qué?» «Bueno, tú no eres profesor.» «Sí que lo soy.» Escupió lo que estaba comiendo creyendo que se atragantaba.) Y sin embargo, en este estado de libertad y soledad siento a mi alrededor una formidable presión humana, que es lo que me mantiene constantemente en estado de interés. Aquí termina el trozo de carta que he copiado (con floreos, claro). He recibido dos largas cartas suyas, pequeña flor. ¿A qué se debe que me hable de la señora Medvédeff? ¿Le pedí acaso noticias suyas? Le habrá hecho gracia observar que no he olvidado su apellido. Era una real moza y parece muy desgraciada según su esquelita. Pero quisiera que le corrija usted una o dos disertaciones, mi buena pequeña. A los futuros desmovilizados hay que reservarles distracciones.
Figúrese, esta tarde he pensado que pronto estaría con usted de civil en un restaurante de París, como antaño (iremos al Louis XIV y al Relais de la Belle Aurore) y que haríamos ruido con la boca ante una buena comida y me quedé patitieso, me costaba imaginar que algo así existiera. Oh amor mío, ¡cuánto anhelo este permiso! ¡Y las tortillas! Hoy me acordé de que existían las tortillas: hace tres meses que no las pruebo. En cambio, salchicha» he tenido a mi antojo.
Esto es todo por hoy, querida pequeña, amor mío. ¿Siente usted bien fuerte cuánto la quiero, cómo es usted mi pequeña flor? Somos una sola persona, mi dulce pequeña, una sola persona. Media, incluso. La quiero.
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