El timbre sonó como si nada una vez. Mientras Raúl intentaba memorizar las fórmulas matemáticas, Mónica se dirigió a la puerta; en el recibidor se encontraba un hombre alto, corpulento y de un semblante familiar, sabía que en algún lado lo había visto y sólo cuando abrió la puerta para preguntar que necesitaba se dio cuenta de quien se trataba; él la llamó por su nombre, diciendo lo grande que estaba y que ya era toda una mujer mientras activaba la alarma de su lujoso automóvil; pero cuando la llamó hija Mónica simplemente no pudo seguirlo escuchando, ni mantener su cortesía.
—Se equivoca, yo no tengo padre —dijo sin quitarle la mirada de encima recurriendo a todo el valor que podría haber tenido para no llorar —Él me abandonó cuando tenía cinco años y hace una semana me dio a entender que no le interesa lo que alguna vez fue su familia.
—No digas eso, querida. Sé que estáis molestos por lo del otro día, pero realmente no pude llegar.
—Entonces no somos tan importantes, ¿Cuál es la diferencia hoy? Supongo que jamás ha existido una diferencia.
—Vamos Mónica, a ustedes jamás les ha faltado el dinero, tu madre lo sabe bien, les envié fotografías y cartas ¿si no me importarán crees que lo habría hecho? —se excusó rápidamente al darse cuenta del rencor que se le tenía, eran ciertas las cartas, las fotografías y el dinero, pero aquello había cesado hacía muchos años y aquellas cartas nunca fueron del interés de ninguno de los tres; era bastante lógico que Andrea había incurrido en propagar esa actitud hacía sus hijos.
—Lo siento, pero los hijos no se compran. Deberías saberlo —dicho esto cerró la puerta y retornó a su actividad anterior. Raúl la miro durante unos instantes, había observado la escena de reojo por el espacio abierto de la puerta sin moverse de su sitio; necesitaba encontrar en su rostro una señal que le diera a entender que ella estaba en shock o algo por el estilo, pero Mónica se mantuvo igual que siempre; tranquila, escandalosamente tranquila. Mónica en su interior creyó que aquel hombre no era merecedor de su dolor. No en ese entonces en el que ella estaba en paz consigo misma.
— ¿Era tu padre no es cierto? — preguntó con cautela el muchacho.
—Aja —dijo ella con un leve movimiento de cabeza —. Le he cerrado la puerta en las narices —rió.
— ¿Y cómo estás?
—Bien. Mejor de lo que esperaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario