15 de junio de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

5 de Enero
Mi querido Castor

¿De manera que ha regresado? Hoy he recibido de usted, en el espacio de dos horas, una carta, un telegrama y un paquete. Con el telegrama tiene suerte de que la censura lo haya dejado pasar. Porque ¿como se le puede ocurrir escribirle a un militar «en sector»: «Envíe el Shakespeare con urgencia»? Huele a espionaje que da miedo. Pero ha salido, el Shakespeare, mi dulce pequeña. Salió con El concepto de la angustia anteayer y supongo que ha llegado hoy y que usted ha salido de apuros. Gracias por los libros. Fíjese que hace unos quince días me entraron ganas, ya no recuerdo por qué, de leer una biografía de Heine. Ah, sí, habrá sido al leer en el libro de Cassou sobre el 48 que estaba ligado a Marx. Y luego su carta de hoy avivó aún más este deseo y ya me disponía a escribirle que me la enviara cuando, precisamente, hela aquí, dulce pequeña flor. Ya he leído treinta y tres páginas con interés. Está bien hecha y es interesante el esfuerzo —que evidentemente se imponía— de situar cada acontecimiento en un marco social. Por ejemplo, en vez de decir, como cualquier biografía corriente: «El pequeño Heine era el preferido de sus tías», añade «por ser el mayor, el heredero masculino destinado a cantar la bendición de los muertos». Se perciben claramente los firmes cimientos de aquellas curiosas familias judías. Así que muchas gracias, estoy encantado, adorable pequeña. Encantado también —pero ahora formidablemente— con los dos gruesos cuadernos. Hasta el punto de que se me ocurren ideas para acabar más pronto el infame pequeño que estoy llevando y pasar más pronto a estos dos espléndidos, tan gruesos, tan suaves, con su canto azul noche. Ah, claro, sólo cosas bellas han de escribirse en ellos, pues si no ¿qué? Sepa que si llego a París el 20 o el 25, tendrá nada menos que cinco cuadernos para leer: dos pequeños, dos medianos y uno de los que me acaba de enviar y también un trocito del otro. La tinta también era muy necesaria; figúrese que con el cuaderno, las
cartas y la novela termino un cartucho cada día y medio. En mi vida he escrito tanto. Hoy he hecho una nueva peregrinación, pero no ya para inspeccionar sino más bien con la intención de humedecerme un poco, de perder un poquito de esa sequedad de los últimos días. Salió a pedir de boca, aunque los dos trayectos me hayan dejado insensible; hacía frío en el camión y además el conductor no era simpático. Pero la ciudad misma, tan fea, tan alemana, poseía para mí esa poesía de rostro tumefacto que tenía Berlín. Anduve por sus calles haciendo compras, compré para uno y para otro aceite gomenolado, pasta dentífrica, agujas grandes, plantillas, lanas, qué sé yo. No pensé ni sentí nada demasiado interesante, pero el paseo me devolvió mi pequeña poesía interior. Prescindo muy bien de ella durante ocho días, pero después empieza a faltarme. En el fondo no se necesita mucho y el lugar importa poco. Simplemente un poco de soledad. Estoy menos solo que nunca. Seguimos siendo tres en el cubículo. Y en estos momentos el restaurante está atestado: es el relevo y los cazadores que bajan del frente se regalan, los primeros dos o tres días, con platos especiales. Después vuelve la calma. Pero esta mañana al volver de mi peregrinación y ayer, tenía un minúsculo trocito de mesa para mí y para colmo, la rodilla de un cazador contra mi rodilla y la cartuchera de otro en el trasero. No obstante pude leer a Stendhal, que en este período me gusta cada vez menos. Al final hay una turbia historia de matrimonio que no huele bien, más aún porque para esa época él estaba con Angelina Bereyter —y que usó el pretexto de sus compromisos matrimoniales para declararle su ardiente amor a la señora Daru. Y además, vaya la gente que frecuenta y los ineptos que son. No, no me gusta nada. Pero puede que se tratara de un «período malo». Yo en mi vida he pasado montones, y usted sabe que el año pasado, en cuanto a sinceridad de sentimientos, no me comporté mejor.

Con todo esto soy feliz. Primero, cada día me acerca a usted, así que espero el siguiente con placer. Amor mío, en mucho menos de un mes estaré en París, entre sus brazos, es formidable. Pero como escribía ayer a T., sé a ciencia cierta que la recobraré a usted, que la recobraré a ella, pero ya casi no puedo concebir que
recobraré por un tiempo mis holganzas de épocas de paz y un tiempo del que no debo dar cuenta a nadie y una cierta manera de vagar por las calles sin que exista una razón precisa para ir a este sitio antes que a aquel otro. Esto supera a la imaginación. La quiero, pequeña mía; no nos dejaremos devorar y será un espléndido permiso. Asimismo, si espero el día siguiente es por él mismo, porque siempre contiene algo placentero. Por ejemplo, hoy era el día en que iría de peregrinación en busca de mi poesía perdida. Mañana es el día en que leeré la vida de Heine, en que explicaré lo que pienso del Diario de Stendhal en mi cuaderno, en que acabaré de corregir las últimas páginas de mi novela. Etc., y no hay día en que no esté de lo más atareado y contento de despertarme. Me precipito al exterior de mi frío dormitorio y voy a vestirme en el cubículo, que ha conservado un poco del calor de la víspera, y después hago un examen panorámico, es decir que bajo a orinar sobre la nieve junto a una estaca de la que cuelga una bandera negra y mientras orino observo la dirección de la bandera. Tras lo cual emprendo el regreso, con la cabeza apuntando al cielo, evalúo el resultado de mis observaciones y los telefoneo. Después, el desayuno, el resto ya lo conoce.

Le envío una carta —¿de Tania o mía?— que la pondrá al corriente de mis chanzas epistolares. Una vez Tania estuvo sin responder y le envié esto con un sobre a mi nombre. Pero era un retraso del correo. Entonces escribí: «Tómalo como una broma de mal gusto». Furiosa, Tania lo llenó lo peor que pudo y acto seguido corrió a echar una carta al correo diciendo: «Fue una broma un tanto exasperada». De suerte que he recibido esta carta cuya escritura me resultaba antipática y vagamente familiar; me intrigaba y al final me dije: es mía. Esto es todo, pequeño Castor. Me ha escrito usted cumplidamente y no esperaba cartas hoy y he tenido de sobra. No puede figurarse cuánto la quiero, chiquita toda cubierta de nieve. La estrecho entre mis brazos con todas mis fuerzas

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