Mi querido Castor
Hoy no ha habido carta suya. Lo sé, está usted a punto de regresar y la despachará en París. Puede que tampoco la tenga mañana. Es mucho tiempo sin usted, mi dulce pequeña. Supongo que ayer vivió usted su miércoles de soledad, dulce pequeña, y que estuvo de lo más contenta. Sospecho que al final del día fue a ver ladinamente a Sorokine, puesto que la quiere mucho y ella quiere seducirla a usted. Es usted mi dulce pequeña flor y la quiero mucho, mucho. En cuanto a mí, siempre estas jornadas de un confort seco y sin historias que a todos nos sorprenden un poco. Esta mañana no hacía apenas frío. No fui a desayunar a la cocina del Café de la Gare porque habían vacunado a Keller y por tanto hice el sondeo de la mañana con Paul, después trabajé en la novela, hice también el sondeo de las II, fui a buscar carbón a un patio contiguo a la cocina ambulante. Vamos con un saco vacío en el coche del coronel, no muy contento de que se lo use para esto pero que no dice nada, cogemos el saco, yo lo mantengo abierto, así como las muchachas deben de abrir sus delantales bajo el manzano, y el chofer va echándole paladas de briquetas o de carbonilla, según los días, bajo la mirada tristona de los cocineros que ven desaparecer su carbón. Después, tras llevar este carbón a casa, fui a almorzar. Hoy había relevo, o sea que los cazadores de primera línea bajaban y los de aquí subían. Me dijeron que han pasado mucho frío y que a varios tipos los trasladaron a la retaguardia con los pies congelados. Pero añadieron, con gesto de desprecio por su situación actual: «Así y todo estábamos muchísimo mejor que aquí». Ignoro por qué. Luego supe por Mistler que la 70.a división tenía su «rojo». Es un tipo que peleó en España, volvió, y el tiempo le alcanzó justo para regularizar su situación casándose con su amante, de la que tenía un chiquillo. Después partió para esta guerra. Su hijito acaba de morir. Tras lo cual el capitán de gendarmería lo hizo llamar, lo acosó a preguntas y hasta lo acusó de propaganda derrotista. El desdichado no está para esas cosas, la muerte de su hijito lo tiene completamente abatido y esta nueva guerra lo ha dejado atónito. Seguro que lo enviarán a un batallón disciplinario —nueva unidad en vías de constitución—. He estado leyendo el Diario de Stendhal pero, cosa curiosa, ahora me crispa un poco. Lo encuentro (en el 3.º volumen) muy fatuo y preocupado más que nada por las apariencias. Y además su historia con la señora Daru es ridícula. Pienso que el 4.° volumen, en Italia, volverá a entusiasmarme. Después trabajé hasta las cuatro, hice el sondeo y luego un gran jaleo aquí: tuve que ir a buscar la cena porque Keller está rebajado de servicio por 48 horas a raíz de su vacuna. Después vino Mistler, tímido y discreto, para justificar su presencia siempre está ofreciendo algo o prestando un servicio. Esta vez nos traía queso de cabra y coñac. Bebimos y comimos. Yo lo aterrorizo y violento un poco explicándole cómo sería una dictadura de la libertad y cómo obligaría yo a la gente a ser libre alternando razonamientos y atroces suplicios. Está excitado. Me traía Le Nouvel Age de Valois, ese diario que usted tiene que leer y que no lee, pequeña malvada. Ahora se ha marchado (es divertido, recibimos en casa. Atractivo de sus moradores aparte, lo que más evoca este local de los sondeadores, por su estrechez, su suciedad, su confort entre la mugre, su relativa independencia, sus ocupantes estrictamente masculinos, y esta mezcla de trabajo y recepción y su carácter colectivo, es un cuartucho de estudios de la Escuela Normal). Mistler se ha ido y Hantziger toca al piano sus valses de preguerra, se acuerda uno de los primeros cines, aquellos que usted no conoció y en los que una pianista secundaba con valses las hazañas de William Hart. Y aquí estoy, mi querida pequeña, y le escribo.
He enviado los libros. Pero por su parte envíe dinero. Tuve que pedir prestado a Mistler y Paul, necesito pasta sin falta. Envíe también los cartuchos de tinta para estilográfica, éste es el penúltimo. Y si no, no se sorprenda, pobrecita, mi buen Castor, si dejo de escribirle del todo por falta de materia prima. Hasta pronto, querida pequeña. Ahora escribiré a T., que me colma con cartas apasionadas. He pasado al rango de bella leyenda enternecedora para T. Le embellece la vida, le resulta virtuoso y poético, nunca me quiso tanto. En cuanto a mí, sigo sintiéndome de piedra. Cuánto la quiero, pequeña mía, me entristece mucho que haya tenido que dejar esa nieve en la que era usted tan aplicada. Este año parece haber progresado una
barbaridad. La beso, dulce pequeña, con toda mi ternura.
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