25 de junio de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

6 de enero
Mi querido Castor

Dos cartas suyas, hoy. Me fastidia que no haya recibido las que le mandé a Megève. Eran muy afectuosas, ¿sabe?, y le decía cuánto la quería. Espero que haya recibido los libros. Yo recibí el giro esta mañana, saldé mis deudas con los muchachos y todo arreglado. A causa del permiso estoy en plena polémica con mi madre, pero sobre una cuestión insignificante: por propia iniciativa me ha escrito: «¿Te cambiarás en casa o en otro sitio?». Lo cual imponía esta respuesta: tendré una habitación en el Hôtel Mistral pero me cambiaré en tu casa. Ella aceptó la cosa sin comentarios y, al parecer, dándola por obvia. Sólo que la digna mujer quiere comprarme un pantalón a toda costa y yo no quiero, lo que yo quiero es mi bonito traje sport de casa Alba. Estamos en unos tratos bastante acalorados. Como es lógico, ella se ofrece a pagar el pantalón. Pero yo quiero que la pobre mujer se ahorre su dinero. Como es igualmente lógico, mis respuestas han de ir envueltas en el misterio a causa de mi padrastro. Jornada nula y estudiosa. Debido a la niebla, ni siquiera hubo sondeo. Trabajé en la novela. La escena con Daniel, la del final, es tremendamente delicada. Figúrese, él le anuncia a Mathieu, a la vez, que se casa con Marcelle y que es pederasta. Es como para dejar alelado a cualquiera, y además la situación exigiría que Mathieu planteara montones de preguntas ociosas mientras que la economía del capítulo lo imposibilita expresamente. Estoy saliendo del apuro pero lleva tiempo. He escrito, como treinta páginas en su precioso cuaderno azul noche. No, inspirada pequeña, no es demasiado grueso. Cabe en el bolsillo y es un placer escribir en él. Era sobre el Diario de Stendhal —lo que pensaba de él, mal—. Leí la vida de Heine (el comienzo) y me inspiró unas curiosas reflexiones. Como en mi fuero interno lo aplaudía por haber sabido asumir su condición de judío, y advertía con luminosa claridad que judíos racionalistas como Pieter o Brunschvick eran inauténticos porque se consideraban primero hombres y no judíos, rigurosa consecuencia de ello fue pensar que debía asumirme como francés; lo hice sin ningún entusiasmo y, sobre todo, como algo desprovisto de sentido para mí. Sólo una conclusión inevitable y evidente. Me pregunto a dónde se llega por este camino y voy a ocuparme de todo ello mañana. Desde que acabé con mi complejo de inferioridad frente a la extrema izquierda, descubro en mí una libertad de pensamiento que no había conocido nunca; también frente a los fenomenólogos. Me parece que estoy en camino, como dicen los biógrafos a la altura de la página 150 de sus libros, de «encontrarme». Con ello quiero decir exactamente que ya no pienso ateniéndome a determinadas consignas (la izquierda, Husserl), etc., sino con total libertad y gratuidad, por curiosidad y desinterés puro, aceptando de antemano que hasta me reconoceré como fascista si llego a ello a través de razonamientos justos (pero no tema, no creo que sea una posibilidad a considerar). La cuestión me interesa y creo que, además de la guerra y el replanteo,
la forma cuaderno tiene mucho que ver; esta forma libre y deshilvanada no se deja avasallar por las ideas anteriores, escribe uno cada cosa al capricho del momento y saca conclusiones cuando se le antoja. De hecho, aún no he releído mis cuadernos globalmente y he olvidado multitud de cosas que había puesto en ellos. En el fondo, tal es la ventaja de los Propos que Alain pondera tanto pero aprovecha tan poco,
aquel sistemático.

M. me ha escrito. Está en trance de volverse loco, esto va con él, pero preferiría no estar ahí cuando se produzca porque es un sujeto hercúleo y no me veo desempeñando con él el papel que desempeña usted con Ballon. Cuando digo loco exagero; los síntomas son: humor sombrío, dolores de cabeza, y algo que él llama «anemia cerebral» y que a todas luces esconde trastornos mentales. Pone esta misteriosa frase: «Veo que Paulhan te publica paralelamente con Mauriac». ¿Qué habrá querido decir? Mire a ver si por casualidad no apareció por fin el Giraudoux en la NRF de enero. Bueno, pequeña. Escríbame si comprende que debemos asumirnos como franceses (sin relación a priori con el patriotismo, claro), espero ansioso su opinión. 

Pequeña mía, me gusta tanto hablar con usted. Fíjese, no tenía nada que decir y escribo cuatro páginas por el placer de escribirle. ¡Ah, qué ganas tengo de verla, mi pequeña flor!

La quiero.

19 de junio de 2013

Mujerzuelas y el Cuervo Rojo.

Como dice el dicho, todo era demasiado bello para ser cierto. Si bien conseguimos llegar a la estación y abordar el condenado tren, Jerry no estaba allí. Tuve que arrastrar a Samuel hacía el vagón o de lo contrario se habría quedado allí y claro, habría regresado a por Jerry y yo, no habría sido capaz de largarme solo, sabía muy a mi pesar que no estaba listo para sobrevivir sin esos desgraciados; pero aún así, les quería. Al final todo se resumía en eso; aquella larga serie de acontecimientos, que podrían haber sucedido si Samuel no abordaba el tren, se resumían en que yo me sentía seguro con ellos.

Creo que nunca vi a Samuel más afligido o triste, por decirlo de algún modo, como esa vez. Pero al menos logré calmarlo con la esperanza de que dentro de tres días, Jerry estaría allí en la cueva del cuervo rojo.

La cueva del cuervo rojo era un lugar muy conocido y a la vez demasiado secreto. Sólo conocían su verdadera ubicación unos pocos, sólo los precisos, aunque todo el mundo sabía que en algún lado se ubicaba. Claramente yo no era uno de ellos, pero Samuel sí. Según mi punto de vista era el típico bar oculto al cual una mafia no especializada de drogadictos y prófugos de bajo calibre accedían. Era como uno de esos refugios de los suburbios para vagabundos, pero otorgándole un rango de cinco estrellas, aunque esa analogía claramente era nefasta si lo pensaba de esa forma; lo supe cuando llegamos al sitio. Una verdadera pocilga habría sido el calificativo que mi padre o cualquier persona de mi antiguo status le habría otorgado.

Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos allí, la fachada era bastante simplona; no, en realidad dejaba entrever que el sitio era un típico club nocturno que de día ocultaba las apariencias. Había un tipo gigante en la entrada, una especie de guardia y me estremecí. Samuel, quien mágicamente había cambiado su estado de ánimo pocos minutos antes de llegar al lugar, me hizo esperar a una corta distancia y se adentró en una conversación con el grandulón. A los pocos segundos, estaba entrando allí y yo sólo escuché un rudo “Viene conmigo”.  No me atreví a preguntarle que le había dicho.

La luz roja que emanaba en todo el lugar nubló mi vista unos instantes, habían unas cuantas mesas y al fondo, por supuesto, una enorme y poco amigable barra con su cantinero; también se vislumbraba lo que yo llamaría un sector VIP, pues con sólo mirar a los sujetos que estaban sentados en butacas de una barata imitación de cuero, uno suponía que no eran iguales a ti, ellos no eran pobres diablos en busca de alojamiento. Samuel se dirigió hacía la barra y nos pidió unas cervezas, las cuales por supuesto pagaría yo más tarde. Se hecho un trago hasta la mitad de la jarra y entonces se puso de pie.

—Bien, nos  vemos en un rato. Y quita esa cara de mierda que traes, aquí estamos a salvo aunque no lo creas.

¿A qué se refería exactamente con eso? Bueno sí, no es que me sintiera como en casa, pero tampoco es que estuviera temblando, de todas formas Samuel se largo y le seguí con la mirada hasta que se fue con otro sujeto al cual saludo con gran confianza, según mi parecer. No conocía mucho a Samuel, pero si estaba seguro de que había ido a averiguar sobre Jerry, sin embargo, yo sabía que él no estaba allí, las coincidencias aún me parecían demasiado ilusorias. Samuel ya lo había dicho en constantes ocasiones, mi problema era que pesaba demasiado las cosas y que no dejaba espacio a la improvisación. Tal vez por eso, por estar pensando demasiado sobre Samuel, sobre Jerry, fue que no me percaté de la mirada que tenía encima hasta que una ligera risita me alertó de la presencia de la mujer a mi lado.

— ¿Es tu novio o algo por el estilo? —preguntó arrastrando las palabras al momento que bajaba el cigarrillo hasta un improvisado cenicero de madera. Automáticamente mi reacción conllevó a negarle las ideas que se estaba pasando por su mente; no porque quisiera provocarle una impresión equivocada al ser ella una chica, sino más bien porque yo no podía ser gay, jamás se me habría ocurrido y si Samuel pensará que yo estaba en una especie de enamoramiento hacía él, se habría largado no sin antes haberme propinado una buena golpiza.

— Claro que no, sólo somos amigos —dije ya más calmado.

— Pareces preocupado por él, deben ser muy buenos amigos entonces.

— Si, bueno hemos tenido unos inconvenientes antes de llegar aquí.

— Nada nuevo, todos aquí tienen inconvenientes —dijo resaltando la última palabra.

— Hemos perdido a alguien en el camino, a su hermano —explique.

— Oh, ¿Y qué le sucedió? —quiso saber ella con una extraña expresión que yo interprete como una extrema curiosidad.

—Bueno, supongo que no ha conseguido escapar después de todo… —me dije a mi mismo en un  bajo murmullo, era la primera vez desde la fuga, que me cuestionaba a fondo que podría haberle sucedido a Jerry para no llegar a la estación.

— ¿Escapar de dónde?

—De la cárcel. Freddy paga las cervezas, he conseguido un sitio para pasar la noche —dijo Samuel con voz autoritaria y seca, contestando por mí a la pregunta de la mujer. Parecía molesto y no fue necesario que dijera algo más porque yo ya había entendido el mensaje, o al menos parte de él. De todas formas, no me parecía adecuada la actitud que había tenido con la chica, después de todo ella parecía agradable. Saque un billete del bolsillo y lo deje en la mesa, Jerry ya iba unos pasos más adelante.  

—Lo de la cárcel, en realidad no es cierto —dije antes de marcharme.

— Me alegra saber eso — respondió ella con los ojos clavados en los míos de tal forma que tuve que bajar la vista. Luego volví a mirarla y noté que sonreía de lado — Espero verte luego por aquí— Yo me di la vuelta y seguí torpemente a Samuel por medio de la escasa multitud que había en el sucucho.

Subimos por unas escaleras en caracol y a medida que llegamos al segundo piso nos adentramos en un pasillo bastante estrecho y maloliente, la alfombrilla estaba sucia y gastada y varias botellas de licor, la gran mayoría rotas por la mitad, yacían en las afueras de cada puerta a lo largo de éste. Nos detuvimos en la sexta puerta de la derecha, dentro de la habitación no había más que un colchón mugriento y creí que en cualquier segundo una rata pasaría corriendo de extremo a extremo.

— Pasaremos aquí la noche, mañana me largo a buscar a Jerry, necesito enfriar mi cabeza o podría irse todo al carajo si me dejo llevar.

— ¿Y crees que en un par de horas te habrás calmado? Tu sabes Sam que yo te apoyo siempre, pero Jerry es un chico astuto, encontrará la forma de llegar aquí y deberíamos esperarle al menos los tres días pactados.

­— Tres días es demasiado tiempo.

— es un tiempo razonable

— Si, como digas. Yo me largo mañana por la mañana, tú quédate a que te roben algo más que tu valioso reloj 

—dijo a regañadientes tirándose a un lado del colchón de espaldas, como si fuese a dormir.


— ¿Ah? Que quieres decir con… — Allí fue cuando observe mi muñeca derecha y comprendí. De alguna forma la única posesión de valor que me quedaba había desaparecido en cosa de segundos, porque había entrado al recinto con él, de aquello estaba seguro, y entonces hilé los acontecimientos; no había duda alguna que aquella mujer en la barra del piso de abajo de alguna forma inexplicable, había conseguido quitarme la joya sin que yo siquiera pudiese notarlo, sin que pudiese sentir su tacto y yo que había creído ingenuamente que la mujerzuela era una buena persona. Supongo que la impresión me ganó porque tarde varios minutos en decidir ir a buscarla, aunque al momento en que me dispuse a dar la vuelta y salir en mi propósito Samuel me dijo que no fuera idiota, que ella ya no estaría allí y mi reloj tampoco.  

15 de junio de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

5 de Enero
Mi querido Castor

¿De manera que ha regresado? Hoy he recibido de usted, en el espacio de dos horas, una carta, un telegrama y un paquete. Con el telegrama tiene suerte de que la censura lo haya dejado pasar. Porque ¿como se le puede ocurrir escribirle a un militar «en sector»: «Envíe el Shakespeare con urgencia»? Huele a espionaje que da miedo. Pero ha salido, el Shakespeare, mi dulce pequeña. Salió con El concepto de la angustia anteayer y supongo que ha llegado hoy y que usted ha salido de apuros. Gracias por los libros. Fíjese que hace unos quince días me entraron ganas, ya no recuerdo por qué, de leer una biografía de Heine. Ah, sí, habrá sido al leer en el libro de Cassou sobre el 48 que estaba ligado a Marx. Y luego su carta de hoy avivó aún más este deseo y ya me disponía a escribirle que me la enviara cuando, precisamente, hela aquí, dulce pequeña flor. Ya he leído treinta y tres páginas con interés. Está bien hecha y es interesante el esfuerzo —que evidentemente se imponía— de situar cada acontecimiento en un marco social. Por ejemplo, en vez de decir, como cualquier biografía corriente: «El pequeño Heine era el preferido de sus tías», añade «por ser el mayor, el heredero masculino destinado a cantar la bendición de los muertos». Se perciben claramente los firmes cimientos de aquellas curiosas familias judías. Así que muchas gracias, estoy encantado, adorable pequeña. Encantado también —pero ahora formidablemente— con los dos gruesos cuadernos. Hasta el punto de que se me ocurren ideas para acabar más pronto el infame pequeño que estoy llevando y pasar más pronto a estos dos espléndidos, tan gruesos, tan suaves, con su canto azul noche. Ah, claro, sólo cosas bellas han de escribirse en ellos, pues si no ¿qué? Sepa que si llego a París el 20 o el 25, tendrá nada menos que cinco cuadernos para leer: dos pequeños, dos medianos y uno de los que me acaba de enviar y también un trocito del otro. La tinta también era muy necesaria; figúrese que con el cuaderno, las
cartas y la novela termino un cartucho cada día y medio. En mi vida he escrito tanto. Hoy he hecho una nueva peregrinación, pero no ya para inspeccionar sino más bien con la intención de humedecerme un poco, de perder un poquito de esa sequedad de los últimos días. Salió a pedir de boca, aunque los dos trayectos me hayan dejado insensible; hacía frío en el camión y además el conductor no era simpático. Pero la ciudad misma, tan fea, tan alemana, poseía para mí esa poesía de rostro tumefacto que tenía Berlín. Anduve por sus calles haciendo compras, compré para uno y para otro aceite gomenolado, pasta dentífrica, agujas grandes, plantillas, lanas, qué sé yo. No pensé ni sentí nada demasiado interesante, pero el paseo me devolvió mi pequeña poesía interior. Prescindo muy bien de ella durante ocho días, pero después empieza a faltarme. En el fondo no se necesita mucho y el lugar importa poco. Simplemente un poco de soledad. Estoy menos solo que nunca. Seguimos siendo tres en el cubículo. Y en estos momentos el restaurante está atestado: es el relevo y los cazadores que bajan del frente se regalan, los primeros dos o tres días, con platos especiales. Después vuelve la calma. Pero esta mañana al volver de mi peregrinación y ayer, tenía un minúsculo trocito de mesa para mí y para colmo, la rodilla de un cazador contra mi rodilla y la cartuchera de otro en el trasero. No obstante pude leer a Stendhal, que en este período me gusta cada vez menos. Al final hay una turbia historia de matrimonio que no huele bien, más aún porque para esa época él estaba con Angelina Bereyter —y que usó el pretexto de sus compromisos matrimoniales para declararle su ardiente amor a la señora Daru. Y además, vaya la gente que frecuenta y los ineptos que son. No, no me gusta nada. Pero puede que se tratara de un «período malo». Yo en mi vida he pasado montones, y usted sabe que el año pasado, en cuanto a sinceridad de sentimientos, no me comporté mejor.

Con todo esto soy feliz. Primero, cada día me acerca a usted, así que espero el siguiente con placer. Amor mío, en mucho menos de un mes estaré en París, entre sus brazos, es formidable. Pero como escribía ayer a T., sé a ciencia cierta que la recobraré a usted, que la recobraré a ella, pero ya casi no puedo concebir que
recobraré por un tiempo mis holganzas de épocas de paz y un tiempo del que no debo dar cuenta a nadie y una cierta manera de vagar por las calles sin que exista una razón precisa para ir a este sitio antes que a aquel otro. Esto supera a la imaginación. La quiero, pequeña mía; no nos dejaremos devorar y será un espléndido permiso. Asimismo, si espero el día siguiente es por él mismo, porque siempre contiene algo placentero. Por ejemplo, hoy era el día en que iría de peregrinación en busca de mi poesía perdida. Mañana es el día en que leeré la vida de Heine, en que explicaré lo que pienso del Diario de Stendhal en mi cuaderno, en que acabaré de corregir las últimas páginas de mi novela. Etc., y no hay día en que no esté de lo más atareado y contento de despertarme. Me precipito al exterior de mi frío dormitorio y voy a vestirme en el cubículo, que ha conservado un poco del calor de la víspera, y después hago un examen panorámico, es decir que bajo a orinar sobre la nieve junto a una estaca de la que cuelga una bandera negra y mientras orino observo la dirección de la bandera. Tras lo cual emprendo el regreso, con la cabeza apuntando al cielo, evalúo el resultado de mis observaciones y los telefoneo. Después, el desayuno, el resto ya lo conoce.

Le envío una carta —¿de Tania o mía?— que la pondrá al corriente de mis chanzas epistolares. Una vez Tania estuvo sin responder y le envié esto con un sobre a mi nombre. Pero era un retraso del correo. Entonces escribí: «Tómalo como una broma de mal gusto». Furiosa, Tania lo llenó lo peor que pudo y acto seguido corrió a echar una carta al correo diciendo: «Fue una broma un tanto exasperada». De suerte que he recibido esta carta cuya escritura me resultaba antipática y vagamente familiar; me intrigaba y al final me dije: es mía. Esto es todo, pequeño Castor. Me ha escrito usted cumplidamente y no esperaba cartas hoy y he tenido de sobra. No puede figurarse cuánto la quiero, chiquita toda cubierta de nieve. La estrecho entre mis brazos con todas mis fuerzas

10 de junio de 2013

Desahogo

El timbre sonó como si nada una vez. Mientras Raúl intentaba memorizar las fórmulas matemáticas, Mónica se dirigió a la puerta; en el recibidor se encontraba un hombre alto, corpulento y de un semblante familiar, sabía que en algún lado lo había visto y sólo cuando abrió la puerta para preguntar que necesitaba se dio cuenta de quien se trataba; él la llamó por su nombre, diciendo lo grande que estaba y que ya era toda una mujer mientras activaba la alarma de su lujoso automóvil; pero cuando la llamó hija Mónica simplemente no pudo seguirlo escuchando, ni mantener su cortesía. 

—Se equivoca, yo no tengo padre —dijo sin quitarle la mirada de encima recurriendo a todo el valor que podría haber tenido para no llorar —Él me abandonó cuando tenía cinco años y hace una semana me dio a entender que no le interesa lo que alguna vez fue su familia.

—No digas eso, querida. Sé que estáis molestos por lo del otro día, pero realmente no pude llegar. 

—Entonces no somos tan importantes, ¿Cuál es la diferencia hoy? Supongo que jamás ha existido una diferencia. 

—Vamos Mónica, a ustedes jamás les ha faltado el dinero, tu madre lo sabe bien, les envié fotografías y cartas ¿si no me importarán crees que lo habría hecho? —se excusó rápidamente al darse cuenta del rencor que se le tenía, eran ciertas las cartas, las fotografías y el dinero, pero aquello había cesado hacía muchos años y aquellas cartas nunca fueron del interés de ninguno de los tres; era bastante lógico que Andrea había incurrido en propagar esa actitud hacía sus hijos.

—Lo siento, pero los hijos no se compran. Deberías saberlo —dicho esto cerró la puerta y retornó a su actividad anterior. Raúl la miro durante unos instantes, había observado la escena de reojo por el espacio abierto de la puerta sin moverse de su sitio; necesitaba encontrar en su rostro una señal que le diera a entender que ella estaba en shock o algo por el estilo, pero Mónica se mantuvo igual que siempre; tranquila, escandalosamente tranquila. Mónica en su interior creyó que aquel hombre no era merecedor de su dolor. No en ese entonces en el que ella estaba en paz consigo misma.

— ¿Era tu padre no es cierto? — preguntó con cautela el muchacho. 

—Aja —dijo ella con un leve movimiento de cabeza —. Le he cerrado la puerta en las narices —rió.

— ¿Y cómo estás?

—Bien. Mejor de lo que esperaba.

7 de junio de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

4 de enero
Mi querido Castor

Hoy no ha habido carta suya. Lo sé, está usted a punto de regresar y la despachará en París. Puede que tampoco la tenga mañana. Es mucho tiempo sin usted, mi dulce pequeña. Supongo que ayer vivió usted su miércoles de soledad, dulce pequeña, y que estuvo de lo más contenta. Sospecho que al final del día fue a ver ladinamente a Sorokine, puesto que la quiere mucho y ella quiere seducirla a usted. Es usted mi dulce pequeña flor y la quiero mucho, mucho. En cuanto a mí, siempre estas jornadas de un confort seco y sin historias que a todos nos sorprenden un poco. Esta mañana no hacía apenas frío. No fui a desayunar a la cocina del Café de la Gare porque habían vacunado a Keller y por tanto hice el sondeo de la mañana con Paul, después trabajé en la novela, hice también el sondeo de las II, fui a buscar carbón a un patio contiguo a la cocina ambulante. Vamos con un saco vacío en el coche del coronel, no muy contento de que se lo use para esto pero que no dice nada, cogemos el saco, yo lo mantengo abierto, así como las muchachas deben de abrir sus delantales bajo el manzano, y el chofer va echándole paladas de briquetas o de carbonilla, según los días, bajo la mirada tristona de los cocineros que ven desaparecer su carbón. Después, tras llevar este carbón a casa, fui a almorzar. Hoy había relevo, o sea que los cazadores de primera línea bajaban y los de aquí subían. Me dijeron que han pasado mucho frío y que a varios tipos los trasladaron a la retaguardia con los pies congelados. Pero añadieron, con gesto de desprecio por su situación actual: «Así y todo estábamos muchísimo mejor que aquí». Ignoro por qué. Luego supe por Mistler que la 70.a división tenía su «rojo». Es un tipo que peleó en España, volvió, y el tiempo le alcanzó justo para regularizar su situación casándose con su amante, de la que tenía un chiquillo. Después partió para esta guerra. Su hijito acaba de morir. Tras lo cual el capitán de gendarmería lo hizo llamar, lo acosó a preguntas y hasta lo acusó de propaganda derrotista. El desdichado no está para esas cosas, la muerte de su hijito lo tiene completamente abatido y esta nueva guerra lo ha dejado atónito. Seguro que lo enviarán a un batallón disciplinario —nueva unidad en vías de constitución—. He estado leyendo el Diario de Stendhal pero, cosa curiosa, ahora me crispa un poco. Lo encuentro (en el 3.º volumen) muy fatuo y preocupado más que nada por las apariencias. Y además su historia con la señora Daru es ridícula. Pienso que el 4.° volumen, en Italia, volverá a entusiasmarme. Después trabajé hasta las cuatro, hice el sondeo y luego un gran jaleo aquí: tuve que ir a buscar la cena porque Keller está rebajado de servicio por 48 horas a raíz de su vacuna. Después vino Mistler, tímido y discreto, para justificar su presencia siempre está ofreciendo algo o prestando un servicio. Esta vez nos traía queso de cabra y coñac. Bebimos y comimos. Yo lo aterrorizo y violento un poco explicándole cómo sería una dictadura de la libertad y cómo obligaría yo a la gente a ser libre alternando razonamientos y atroces suplicios. Está excitado. Me traía Le Nouvel Age de Valois, ese diario que usted tiene que leer y que no lee, pequeña malvada. Ahora se ha marchado (es divertido, recibimos en casa. Atractivo de sus moradores aparte, lo que más evoca este local de los sondeadores, por su estrechez, su suciedad, su confort entre la mugre, su relativa independencia, sus ocupantes estrictamente masculinos, y esta mezcla de trabajo y recepción y su carácter colectivo, es un cuartucho de estudios de la Escuela Normal). Mistler se ha ido y Hantziger toca al piano sus valses de preguerra, se acuerda uno de los primeros cines, aquellos que usted no conoció y en los que una pianista secundaba con valses las hazañas de William Hart. Y aquí estoy, mi querida pequeña, y le escribo.

He enviado los libros. Pero por su parte envíe dinero. Tuve que pedir prestado a Mistler y Paul, necesito pasta sin falta. Envíe también los cartuchos de tinta para estilográfica, éste es el penúltimo. Y si no, no se sorprenda, pobrecita, mi buen Castor, si dejo de escribirle del todo por falta de materia prima. Hasta pronto, querida pequeña. Ahora escribiré a T., que me colma con cartas apasionadas. He pasado al rango de bella leyenda enternecedora para T. Le embellece la vida, le resulta virtuoso y poético, nunca me quiso tanto. En cuanto a mí, sigo sintiéndome de piedra. Cuánto la quiero, pequeña mía, me entristece mucho que haya tenido que dejar esa nieve en la que era usted tan aplicada. Este año parece haber progresado una
barbaridad. La beso, dulce pequeña, con toda mi ternura.

1 de junio de 2013

A SIMONE DE BEAUVOIR - 1940

3 de enero

Mi querido Castor

Hoy, dos cartitas suyas encantadas. Encantadas y encantadoras. He disfrutado de sus poéticos días y de su grata noche de año nuevo. Sí, querida pequeña, es usted completamente novelesca; cuánto me complace saberla feliz. En cuanto a mí, bien que desearía tener ocasión de parecerle, a cambio, poético o novelesco, pero en verdad que no soy ni una cosa ni la otra. La guerra ha quedado lejos de mí, como igualmente el «servicio militar» o las «grandes maniobras» que le sirven de sucedáneos, y asimismo el sentido de mi historicidad y mi moral y qué sé yo. Hay tan sólo un mecanismo administrativo algo desordenado pero aun así bastante regular, que marcha a los tumbos y yo estoy cogido en él, seco como un sarmiento. Me parece que soy un meteorólogo civil, que vivo una vida civil que el destino me ha rehusado y para la cual se necesitan aptitudes que no poseo y que intento, aunque remolonamente, adquirir: es terrible los errores que cometo en la comprobación de los sondeos. Pero se compensan unos con otros y apenas si se notan. Ahora, cuando veo papel milimetrado, la vista empieza a gastarme bromas, se para donde le da la gana y yo marco la posición del globo conforme sus caprichos. Es como un sucedáneo de la agorafobia: ante estos grandes espacios cuadriculados pierdo la cabeza y me arrojo como sea sobre un cuadrado cualquiera y casi lo perforo con la punta de mi lápiz para poner fin al atroz suplicio de planear sin punto de vista, como una conciencia desencarnada, por sobre la cuadrícula. De lo cual infiero, naturalmente, que para ser físico hay que ser muy mezquino. Así que en esta empresa soy chupatintas. Imagine, si quiere ver mucho mejor que por cronología lo que hago, un pequeño antro caldeado, orgánico y luminoso, repleto de olores íntimos y de humo de tabaco: es mi jornada diaria —con tres tajitos de aire helado, gris y macilento: los sondeos—. Y, entretanto, el desayuno en el Café de la Gare, confortable pero desprovisto de poesía. Y, al lado de mi función administrativa, actividades técnicas —dar el último toque a la novela— y pensamiento a secas.

Anteayer algo sobre la mala fe, hoy una pequeña tirada de 22 páginas sobre el Asco. Incluye esta frase que no me disgusta: «En ese caso, dirá usted, si la mierda nos da asco, ¿es que nos gustaría comerla?». Yo contesto: «Seguro». Todo esto es la felicidad, percátese usted, mi pequeña flor. Pero felicidad seca. Mis grandes alegrías proceden del cuaderno y la novela, en vez de ser vertidas en el cuaderno y la novela. Y me temo que la novela pague un poco las consecuencias de cierta incapacidad mía para emocionarme. Pero bah, puro romanticismo, se puede suscitar emoción sin sentirla uno, ¿no es cierto? Para ser justos, tengo que decir que, hace tres o cuatro días, me asaltó no la emoción sino una especie de aura vaticinante, con motivo del libro de Rauschning, que me había calado hondo; yo veía una cierta Alemania, comprendía su papel y su amenaza y sentía mi historicidad, lo cual me permitió comprender mejor a esos tipos de los que usted y yo hablamos a veces y que están todo el tiempo pensando en lo social. No carece de grandeza pero el revés de la medalla es que uno está todo el tiempo por debajo de los pensamientos que uno produce. Porque uno cree en ellos. No es que yo no crea en los míos, por lo general, pero a fin de cuentas sé perfectamente que son el producto de mi libertad. Creo en ellos «al infinito», es decir que creo en el sistema que formarían si los cerditos no me comieran. Pero ellos siempre se comen a los tipos un poco antes de que el sistema se haga. Bueno. En mi vida hay una sola estrellita de felicidad húmeda y de poesía, usted y su nieve. No veré su nieve pero la veré a usted, pequeña mía. Vayamos a eso: es seguro, tanto como puede serlo, con los militares, que estaré ahí entre el 25 de enero y el 1.° de febrero. Hubo montones de embrollos y al final se encontró el argumento ideal, el argumento irrefutable: 1.° No puede ser que se ausenten dos sondeadores a la vez, es decir, el 50 % del efectivo. 2.° Los últimos permisos tienen que iniciarse el 15 de febrero, ya que el primer turno debe terminar el 1.° de marzo. 3.° Por lo tanto, siendo Paul el último y marchándose éste entre el 10 y el 15 de febrero, yo debo hacerlo por fuerza entre el 25 de enero y el 1,° de febrero (se calculan 15 días debido a la longitud de los trayectos). Cuando reciba esta carta me separarán de usted, a lo sumo, unos quince o veinte días. A las Z. no hay que decirles nada, A T. le escribí que estaré cinco días, sin aclararle aún que a usted la veré dos días de esos cinco, o sea que nuestro primer plan sigue en pie.

¿Qué más, querida pequeña? Lévy no tuvo mejor idea que vomitar sobre las mesas del College Inn. La grosería me escandalizó; debido, estoy seguro, a todo lo que, desde este sitio, representa para mí ese College Inn en el que he vivido pequeñas citas sentimentales con usted, veladas de pasión con Olga y de solícita galantería con Tania —sin hablar de Bourdin— y, finalmente, gratos encuentros amistosos con la dama. Como ve, la guerra le vuelve a uno sentimental, fue un poco como si Lévy se hubiese limpiado el culo con mis viejas cartas de amor. A decir verdad, aun al contárselo de esta manera vuelve como un eco de puritanismo y de delicadeza de sentimientos, es más fuerte que yo.

Esto es todo, mi pequeña flor. Envíeme con urgencia, si no lo ha hecho aún: dinero, cartuchos de tinta, cuadernos. Y también muy rápido libros. Los suyos han sido despachados. Me podría comprar, Junto con Gilles y el de Romains, el pequeño volumen de De Rougemont titulado Journal d’Allemagne, quiero leerlo después del de Rauschning. Hasta mañana, amor mío, amor mío querido. La quiero con todas mis fuerzas y ardo en deseos de verla. Cuando llegue tendrá seis cuadernos para leer. Pero están escritos con letra grande.