Mi querido Castor
Dos cartas suyas, hoy. Me fastidia que no haya recibido las que le mandé a Megève. Eran muy afectuosas, ¿sabe?, y le decía cuánto la quería. Espero que haya recibido los libros. Yo recibí el giro esta mañana, saldé mis deudas con los muchachos y todo arreglado. A causa del permiso estoy en plena polémica con mi madre, pero sobre una cuestión insignificante: por propia iniciativa me ha escrito: «¿Te cambiarás en casa o en otro sitio?». Lo cual imponía esta respuesta: tendré una habitación en el Hôtel Mistral pero me cambiaré en tu casa. Ella aceptó la cosa sin comentarios y, al parecer, dándola por obvia. Sólo que la digna mujer quiere comprarme un pantalón a toda costa y yo no quiero, lo que yo quiero es mi bonito traje sport de casa Alba. Estamos en unos tratos bastante acalorados. Como es lógico, ella se ofrece a pagar el pantalón. Pero yo quiero que la pobre mujer se ahorre su dinero. Como es igualmente lógico, mis respuestas han de ir envueltas en el misterio a causa de mi padrastro. Jornada nula y estudiosa. Debido a la niebla, ni siquiera hubo sondeo. Trabajé en la novela. La escena con Daniel, la del final, es tremendamente delicada. Figúrese, él le anuncia a Mathieu, a la vez, que se casa con Marcelle y que es pederasta. Es como para dejar alelado a cualquiera, y además la situación exigiría que Mathieu planteara montones de preguntas ociosas mientras que la economía del capítulo lo imposibilita expresamente. Estoy saliendo del apuro pero lleva tiempo. He escrito, como treinta páginas en su precioso cuaderno azul noche. No, inspirada pequeña, no es demasiado grueso. Cabe en el bolsillo y es un placer escribir en él. Era sobre el Diario de Stendhal —lo que pensaba de él, mal—. Leí la vida de Heine (el comienzo) y me inspiró unas curiosas reflexiones. Como en mi fuero interno lo aplaudía por haber sabido asumir su condición de judío, y advertía con luminosa claridad que judíos racionalistas como Pieter o Brunschvick eran inauténticos porque se consideraban primero hombres y no judíos, rigurosa consecuencia de ello fue pensar que debía asumirme como francés; lo hice sin ningún entusiasmo y, sobre todo, como algo desprovisto de sentido para mí. Sólo una conclusión inevitable y evidente. Me pregunto a dónde se llega por este camino y voy a ocuparme de todo ello mañana. Desde que acabé con mi complejo de inferioridad frente a la extrema izquierda, descubro en mí una libertad de pensamiento que no había conocido nunca; también frente a los fenomenólogos. Me parece que estoy en camino, como dicen los biógrafos a la altura de la página 150 de sus libros, de «encontrarme». Con ello quiero decir exactamente que ya no pienso ateniéndome a determinadas consignas (la izquierda, Husserl), etc., sino con total libertad y gratuidad, por curiosidad y desinterés puro, aceptando de antemano que hasta me reconoceré como fascista si llego a ello a través de razonamientos justos (pero no tema, no creo que sea una posibilidad a considerar). La cuestión me interesa y creo que, además de la guerra y el replanteo,
la forma cuaderno tiene mucho que ver; esta forma libre y deshilvanada no se deja avasallar por las ideas anteriores, escribe uno cada cosa al capricho del momento y saca conclusiones cuando se le antoja. De hecho, aún no he releído mis cuadernos globalmente y he olvidado multitud de cosas que había puesto en ellos. En el fondo, tal es la ventaja de los Propos que Alain pondera tanto pero aprovecha tan poco,
aquel sistemático.
M. me ha escrito. Está en trance de volverse loco, esto va con él, pero preferiría no estar ahí cuando se produzca porque es un sujeto hercúleo y no me veo desempeñando con él el papel que desempeña usted con Ballon. Cuando digo loco exagero; los síntomas son: humor sombrío, dolores de cabeza, y algo que él llama «anemia cerebral» y que a todas luces esconde trastornos mentales. Pone esta misteriosa frase: «Veo que Paulhan te publica paralelamente con Mauriac». ¿Qué habrá querido decir? Mire a ver si por casualidad no apareció por fin el Giraudoux en la NRF de enero. Bueno, pequeña. Escríbame si comprende que debemos asumirnos como franceses (sin relación a priori con el patriotismo, claro), espero ansioso su opinión.
Pequeña mía, me gusta tanto hablar con usted. Fíjese, no tenía nada que decir y escribo cuatro páginas por el placer de escribirle. ¡Ah, qué ganas tengo de verla, mi pequeña flor!
La quiero.
