No sé como terminé aquí y así, con a penas 25 años y habiendo tenido todo lo que en alguna oportunidad cualquier persona cuerda pudiese haber querido tener. Yo nunca lo quise.
Todo comenzó cuando conocí a Samuel y a su hermano Jerry, un dúo completamente heterogéneo y sin igual. Ambos eran huérfanos de padre y madre hacía poco más de medio año. La tutela judicial de ambos recaía en el abuelo paterno de estos, un viejo chiflado y de buen corazón, que decidió que lo mejor que en ese entonces podría brindarle a sus únicos nietos era una buena educación. Así fue como malgastó, según Samuel, todos sus ahorros en esa costosa institución educacional, un internado para hombres en el que yo llevaba reclutado al menos hacía cuatro años.
Samuel era un chico poco talentoso y de una inteligencia superficial, no así su hermano, quien pese a su notoria devoción religiosa comenzaba a presenciar los primeros signos de cuestionamiento ante sus creencias. Jerry era dos años menor que Samuel y yo, y en muchas ocasiones aparentaba ser bastante mayor que ambos, primeramente por nuestra notoria inmadurez. Yo no tomaba mucho en cuenta a Jerry porque él no era para nada gracioso, era como mi yo anterior a Samuel; lo bastante educado y tranquilo para no meterse en problemas o lo que era mejor, para sacarnos de ellos a nosotros. Jerry era un buen chico y pienso que si tuviera una idea convencional de diversión me hubiera lamentado por él. En todo caso, él siempre fue un genio, y lo sigue siendo. ¡Un maldito genio, con la suerte atada a los cojones!
Hasta el día que Samuel entró en mi cuarto, con una maleta gastada, y una mueca en el rostro, todo lo de afuera había estado en completo desconocimiento en mi mente. Recuerdo que desde pequeño, me habían instruido poco menos que como a un militar y hubo una extraña razón del porqué Samuel sin antes proponérselo ya tenía toda mi atención centrada en él. Bastaron dos escasos minutos para que él se convirtiera en mi nuevo y único mejor amigo.
—Hola —le dije con cordialidad, como hubiera hecho con cualquier otra persona que hubiera entrado en mi cuarto, cualquier otro me hubiera respondido, excepto él. Dejó su maleta debajo del catre de la cama, y se hecho en ella cerrando los ojos, pretendiendo tomar una siesta, entonces encendió un cigarrillo, como si yo no estuviese allí para decirle que iba contra las reglas fumar, pero antes de que pudiera advertirle, me sorprendió él primero.
—Ya sé que es ilegal, me lo han dicho en la dirección.
—Entonces no crees que no deberías hacerlo.
—Las reglas, están para romperlas, si no, que fin tendrían.
— ¡Pues cumplirlas!
—Eso es para los idiotas sin cojones.
—Es el argumento más inadecuado que podría haber escuchado.
—Y tú eres un fastidioso sabelotodo o ¿no? Dime, ¿Cómo te llamas?
—Freddy
—Como Mercury, genial, yo hubiese deseado llamarme James, como Jimmy Page de Led Zeppelín, pero lamentablemente mis padres decidieron llamarme Samuel, un nombre hebreo que significa que Dios escucha, ¡tonterías!, como si Dios existiera ¿Tú crees en Dios Freddy?
—Bueno, mis padres son católicos y me bautizaron al nacer…
— ¡Te estoy preguntando sobre ti! No sobre tus padres, ni siquiera los conozco.
—Bueno, nunca me he cuestionado la existencia de Dios
—Pues no existe amigo, la realidad es dura de asumir, pero ya saldrás adelante.
No es que sus palabras llegaran a convencerme, pues no tenían fundamento alguno, en realidad Samuel jamás tenía fundamento para algo. Pero era un espécimen que te hacía reír hasta el llanto, era bizarro y poco a poco yo me convertí en un ser tan desagradable como él.
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