21 de diciembre de 2007

Felicidad: Tan simple como mirar al cielo


Eran las nueve de la mañana. Después de prender la cocina gastando el último fósforo de la caja y tostar la mitad de marraqueta que había dejado la mañana anterior, abrió el refrigerador para beber un vaso de leche de la caja que le había regalado la abuela que vive en el cuarto de al lado. Tomó el diario, lo ojeo por unos minutos y lo dejó sobre la mesa; todo indicaba que seria un día como cualquiera. Lavó sus dientes, se miró unos segundos al espejo y sacó a pasear a Suerte, la única compañía que había tenido durante cinco años.
 Lo había encontrado una noche de martes trece; ese día había terminado con su novia después de varios años de noviazgo; había perdido su empleo; su hermana, de catorce primaveras, había quedado embarazada de un muchacho menos maduro que ella; había, por si fuera poco, reprobado un ramo en la universidad; también se le había acabado la beca que le permitía, en gran medida, pagar sus estudios y había muerto su hámster por los cuarenta grados de calor que habían azotado a Santiago esa tarde. Sin duda alguna se había resignado a pasar los peores días del resto de su vida, sentado allí en una banca del parque forestal, sin nadie que le escuchara; sin recordar que tenía un montón de deudas y que se le agotaban los cigarrillos. Justo en ese momento, fue cuando apareció Suerte. Era un nombre bastante irónico para su devastador día, pensó en aquella ocasión, pero fue por esa razón por la que decidió otorgárselo. Desde entonces había estado allí acompañándolo literalmente como un perro fiel.

Caminaron por la avenida, para llegar a una plaza escondida entre las casas copevas. Un extraño instinto le dijo que llevara el viejo paraguas a la caminata matutina, algo le decía que llovería, "el aire" pensó, y entonces a penas a la primera cuadra, los ángeles lloraban desde el cielo. Nunca antes, cuando lo tenía todo para conseguir el éxito, habría imaginado una vida tan deprimente. Trabajaba como panelista de un diario, respondiendo a los problemas de los lectores de forma anónima; quejándose, internamente de su situación y odiando a todos los que debía darles un consejo. Ganaba un sueldo miserable, el que gastaba en el arriendo, comida y cigarrillos. No podía aspirar a más el representante del “Doctor Corazón”

 Ese día miró al cielo, mientras Suerte marcaba territorio en un basurero. Miró y miró, y se percató de que jamás había sido tan feliz como en ese momento. Al fin había conseguido burlarse de sí mismo, sobre su propia miseria, sin importarle nada más que su viejo paraguas y su fiel compañero que lo seguía observando tal y como hacía diez años atrás.


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