16 de julio de 2007

Lo ideal en decadencia

Elena acababa de recostarse en su cama. Sus hijos dormían tranquilamente esa noche mientras que ella, sola en su habitación esperaba que la negrura se hiciera eterna y que el alba no entrara por el gran ventanal.

José llegaría a la mañana siguiente, como todas las mañanas, cansado y malhumorado. Entraría a la casa por la puerta principal, dejaría el abrigo y el sombrero en el recibidor y luego iría directamente al sofá para quedarse dormitando por diez minutos; suspiraría al menos cuatro veces y se levantaría para desayunar junto con la familia.

La misma rutina todos los días para la familia.

En la mesa se tomaría una tasa de café de grano (el mejor de la zona, porque claro, él podía costearlo) y dos tostadas acompañadas de mermelada y mantequilla, leería el diario y se quejaría de la política actual, del valor del dólar o de cualquier asunto de actualidad.

El mismo calvario de todos los días para Elena.

Sin embargo, algo era distinto aquella noche. No se escuchaban los ladridos de los perros y ni siquiera se podía escuchar el correr del reloj de anticuario. Suspiró lentamente y cerró los ojos. 

Cerca de las cuatro de la madrugada sin saber porqué, Elena tomó a sus hijos y los arropó en cosa de segundos; huyeron lo más lejos posible. Cinco minutos después José llegó furioso a su hogar mucho antes que de costumbre. Subió rápidamente a la alcoba llamando a gritos a Elena sin recibir respuesta. Fue entonces cuando entró y al no encontrarla enloqueció, tomó desde su velador la pistola y se pegó un tiro.

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